lunes, 23 de junio de 2008

Un pensamiento cotidiano

Un niño A. se dirige a su escuela mientras en la panadería de la esquina, un ratón merodea el pan que al señor R. se le cayó al salir apresurado hacia uno de sus tantos negocios. En el trayecto, el niño A. se encuentra con la niña A., quien ha descubierto que Cortázar es el padre del suicida de la semana que pasó; suicida que, a su vez, inventó a la niña A. Emocionado, el niño A. saca de su bolsillo secreto un cronopio y se dispone a regalárselo a sí mismo para luego entregarlo a la niña A.; pero el niño A. se detiene porque, a pesar de ser destinados uno al otro según la Providencia pragmática que nunca leyó a Sartre, la niña A. está acompañada de un ente a quien amigablemente la niña A. llama Amor. Destrozado, el niño A. toma el cronopio y se lo traga tras masticarlo seis veces, mira a la niña A., que ahora linda con el niño B., y le lanza un grito del que salen disparados topos, langostas deístas que se levantaron contra la voluntad de Yahvé, escarabajos, nuevos ratones -llevando un féretro con los restos de un ratón que merodeaba en una panadería por un poco de pan-, un niño que persigue a Proust, y un gato/carnero al que Kafka jamás dio cuerpo uniforme. La niña A. sonríe; Amor es devorado por el niño B., el niño A. llora mientras piensa, acaso como un consuelo, que en algún lugar de su Universo, el niño B. es encadenado y torturado por su cronopio mientras Amor es divinizado por un escarabajo delante de aquellos; que la niña A. es devorada por un perro que indaga sobre quién fue el demonio que lo creó; que él, el niño A., sale a pasear estoicamente por la calle donde se han formado infinitas tertulias que se deleitan con las destrucciones progresivas de dos seres a cargo de un ser que anduvo por ahí, y con la divinización de un dios que creyó ser dios.