miércoles, 31 de diciembre de 2008

Ley contra el cristianismo (*)


Dada en el día de la salvación, en el día primero del año uno (-el 30 de septiembre de 1888 de la falsa cronología)

Guerra a muerte contra el vicio:
el vicio es el cristianismo


Artículo primero.-Viciosa es toda especie de contranaturaleza. La especie más viciosa de hombre es el sacerdote: él enseña la contranaturaleza. Contra el sacerdote no se tienen razones, se tiene el presidio.
Artículo segundo.-Toda participación en un servicio divino es un atentado a la moralidad pública. Se será más duro contra los protestantes que contra los católicos, más duro contra los protestantes liberales que contra los protestantes ortodoxos. Lo que hay de criminal en el ser-cristiano crece en la medida en que uno se aproxima a la ciencia. El criminal de los criminales es, por consiguiente, el filósofo.
Artículo tercero.-El lugar maldito en que el cristianismo ha envocado sus huevos de basilisco será arrasado, y, como lugar infame de la tierra, constituirá el terror de toda la posteridad. En él se criarán serpientes venenosas.
Artículo cuarto.-La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda impurificación de la misma con el concepto "impuro" es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida.
Artículo quinto.-Comer en la misma mesa con un sacerdote le hace quedar a uno expulsado: con ello uno se excomulga a sí mismo de la sociedad honesta. El sacerdote es nuestro chandala, -se lo proscribirá, se lo hará morir de hambre, se lo echará a toda especie de desierto.
Artículo sexto.-A la historia "sagrada" se la llamará con el nombre de historia maldita; las palabras "Dios", "salvador", "redentor", "santo", se las empleará como insultos, como divisas para los criminales.
Artículo séptimo.-El resto se sigue de aquí.

El Anticristo




(*) Extraído de Friedrich Nietzsche, "El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo". Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1993.




martes, 16 de diciembre de 2008

Ensayo sobre Hegel

Algunas personas nos sentimos exaltadas, emocionadas, debido a la cercanía de las fiestas próximas; y no necesariamente por un sentimiento cristiano. La exaltación es tal que uno se deja envolver por la osadía, de manera que, por ejemplo, no le importa hablar u opinar sobre temas de los que no se está bien informado. Así, mi osadía (además, el hecho de no tener algo nuevo que publicar) me empuja a dejar aquí un ensayo que realicé para mi clase sobre Filosofía moderna. Como ya se habrá dado usted cuenta, el ensayo es sobre Hegel; permítaseme unas acotaciones previas. No trato sobre toda la obra de Hegel sino sobre dos o tres conceptos que persisten en el desarrollo de su pensamiento; esto no quiere decir que mi explicación sobre esos conceptos sea necesariamente correcta; me atengo a lo aprendido en clase. Por otro lado, quienes ya hayan leído a Hegel -además de ser totalmente libres para reprocharme la presente insolencia- seguramente esperan los términos "en-sí", "para-sí", "en-sí-para-sí"; quienes hayan leído a Marx -quien usa conceptos hegelianos, pero denominándolos de manera distinta- seguramente esperan los términos "tesis", "antítesis", "síntesis". Yo me remito a los términos que utiliza el propio Hegel. Por último, dejo en claro que no soy adepto del sistema hegeliano, aunque reconozco algunos aportes valiosos que dejó para la Filosofía -no entraré en detalles. Dicho lo anterior, reproduzco fielmente este ensayo que, al menos, me valió una calificación favorable, aunque no perfecta.

El sistema que G. W. F. Hegel (1770-1831) pretende fundamentar como “método” para la obtención del conocimiento verdadero, absoluto, es vasto y complejo. A esto ha de sumarse el lenguaje un tanto confuso y oscuro que utiliza para la exposición de su pensamiento. Presenta este sistema, a su vez, una serie de conceptos que resultan fundamentales para la comprensión correcta de la filosofía que Hegel ha concebido. Suele decirse que la “Fenomenología del Espíritu” (1807) es una suerte de “introducción” (acaso por ser la primera obra importante que escribió) al pensamiento hegeliano, pues en su contenido se encuentra gran parte de los conceptos que Hegel utilizará para estructurar su filosofía; entre estos conceptos, importantes son la “Conciencia natural” y la “Negatividad”, términos que tratarán de explicarse en las siguientes líneas.

La conciencia natural es el primer momento de la conciencia en su camino hacia el Absoluto. Es la conciencia más simple entre los momentos que constituyen el camino dialéctico hacia la conciencia absoluta. Se le denomina también con términos (usados por el mismo Hegel) como “conciencia sensible” o “ser-ahí” (término que, posteriormente, retomará Heidegger en su “Ser y tiempo”). La conciencia natural es una percepción fenoménica, es decir, un “darse cuenta” del objeto como fenómeno, de manera limitada, unilateral, abstracta; la percepción del objeto es limitada porque sólo podemos percibir un aspecto del mismo, un aspecto que es la forma tal como el objeto aparece –como fenómeno- ante nosotros. Asimismo, la conciencia natural constituye el darse cuenta la conciencia de sí misma pero aislada del exterior, sólo es capaz de reconocerse a sí misma. Por lo tanto, en la conciencia natural el conocimiento sólo puede darse parcialmente. Sin embargo, la conciencia natural es la base sobre la cual se desarrollará el movimiento dialéctico hasta llegar al momento del Absoluto: la conciencia natural comprende el momento del en-sí, el cual pasará, al reconocer la conciencia sus contradicciones, hacia un para-sí (o salida del en-sí de la conciencia hacia su exterior –tratando de ser reconocida por otra conciencia, que también pretende ser reconocida por encontrarse en la misma situación que la primera) y luego, finalmente, hacia el en-sí-para-sí, el cual constituye el regreso de la conciencia desde el exterior a su en-sí, el cual ha sido sintetizado con los aspectos positivos del para-sí. Tal es la importancia de la conciencia natural para el proceso dialéctico que llevará al Absoluto, pues da origen a una antítesis que la niega y que trabaja en sus contradicciones, de tal manera que luego pueda realizarse la síntesis del en-sí y del para-sí en el momento del Absoluto.

Para avanzar en los niveles de la conciencia, tenemos que permitir la contradicción de la conciencia natural, es decir, permitir el surgimiento de una antítesis, la cual, al ser superada (pero no obviada), permitirá llegar al saber absoluto. Lo verdadero, lo Absoluto, está al final del proceso dialéctico, al final del sistema que Hegel pretende mostrarnos; y lo verdadero es complejo, no puede obtenerse de manera inmediata sino a través de mediaciones entre los distintos momentos de la conciencia. Este “camino dialéctico” que se sigue es posible gracias a la negatividad, que surge, precisamente, para avanzar por los niveles de la conciencia. La negatividad es un concepto fundamental para entender el sistema hegeliano, pues muestra cómo es que del objeto de la conciencia natural se deriva una contradicción que, a su vez, será negada también, en favor de un nuevo momento que marcará la síntesis de ambos (síntesis del en-sí y del para-sí). Si bien a primera vista el término “negatividad” puede tener una connotación -valga la redundancia- negativa, lo cierto es que para Hegel la negatividad tiene una importancia positiva, pues la negatividad es la manera en que se pasa de un en-sí hacia un para-sí y, luego, hacia un en-sí-para-sí. Sin negatividad no habría Absoluto, pues se necesita de aquélla para superar y recuperar (lo que Hegel define con el término Aufhebung) los momentos anteriores al Absoluto. En ese sentido, acertada es la frase de Giovanni Reale, refiriéndose al pensamiento de Hegel: “Lo infinito [lo Absoluto] es lo positivo que se realiza mediante la negación de aquella negación que es propia de todo lo finito, es la eliminación y superación siempre activa de lo finito” (1). La negatividad es el motor que impulsa el movimiento dialéctico del ser-ahí hasta la conciencia absoluta.

La constante negatividad que nos lleva de un momento a otro hasta alcanzar el Absoluto, implica la superación de un momento de la conciencia por medio del momento que subsigue, es decir, del momento que niega o muestra las contradicciones del momento anterior. El momento especulativo del en-sí-para-sí es, además de tal superación, una recuperación de lo positivo del momento de la conciencia natural y del momento del para-sí; esta recuperación no habría podido lograrse sin la transición, por medio de la negatividad, desde el momento del ser-ahí hacia el momento del para-sí que contradice lo sustentado por el primer momento. Lo que aquí denominamos como “superación” y “recuperación”, Hegel lo manifiesta por medio de un solo término: Aufhebung (del alemán Aufheben). Dadas las dos denominaciones anteriores, las de “superación” y “recuperación”, podría pensarse en una ambivalencia cuya consecuencia sería la de una confusión debido a este exabrupto lingüístico; sin embargo, Hegel considera que los dos significados de Aufhebung son válidos para la explicación del proceso dialéctico. La superación del en-sí y del para-sí es una característica necesaria del Absoluto y, a la vez, el Absoluto tiene que haber recuperado los aspectos positivos de ambos momentos previos (superadas ya sus contradicciones): lo Absoluto, como infinito, tiene que contener (recuperar) los aspectos reformulados (superados) del en-sí y del para-sí.




1. Reale, Giovanni y Dario Antiseri: “Historia del pensamiento filosófico y científico” (Vol. III). Tres volúmenes. Tercera edición. Barcelona: Herder, 2001.




martes, 9 de diciembre de 2008

Alemania


Seré breve; mis circunstancias apremian. El insomnio trajo a mis manos un volumen de "El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo", de Friedrich Nietzsche. Tras una bella y esclarecedora introducción de Andrés Sánchez Pascual, el prólogo reza lo siguiente: "Este libro pertenece a los menos. Tal vez no viva todavía ninguno de ellos" (1).

La curiosidad trajo a mis manos un volumen de "Mi lucha", de Adolph Hitler. Tras unas líneas en las que el autor narra el contexto en que este libro fue escrito, el prefacio dicta lo siguiente: "Este libro no está escrito para los extraños, sino para los adherentes al movimiento que pertenecen a él de corazón y desean ilustrarse a su respecto" (2).

Como el lector sabrá, mucho se ha escrito (y especulado) sobre la supuesta influencia que el pensamiento de Nietzsche habría ejercido sobre la doctrina nacionalsocialista. Por mi parte, espero aún esclarecer esta información. Ya se habrá dado usted cuenta del "parecido" que hay entre ambos fragmentos. Sería, sin embargo, irresponsable hablar de cualquier forma de plagio; habría que indicar dos puntos al respecto: primero, que persisten aquéllos quienes señalan que Hitler jamás leyó la obra de Nietzsche; segundo, que mientras el primer fragmento se nutre de un sentido filosófico, el fragmento de Adolph Hitler tiene un sesgo netamente político. Interesante es observar que frases similares puedan servir de sustento a fines diferentes y a posiciones que han de encontrarse separadas, como es el caso (algunas muchas veces) de la Filosofía y la política. Hitler no pudo ser el Superhombre; Hitler nunca siguió el proceso.




(1) Friedrich Nietzsche, "El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo". Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1993.
(2) Adolph Hitler, "Mi lucha". Traducción de Alberto Saldivar. Buenos Aires: Luz - Ediciones modernas, s/f.









domingo, 30 de noviembre de 2008

Cervantes, incinerado

Recuerdo que hace algún tiempo, en la televisión nacional se transmitía un programa en el que se comentaban algunas de las grandes obras de la Literatura universal. "Vano Oficio", conducido por el escritor Iván Thays, ha sido cancelado ya; sin embargo, aún recuerdo un segmento suyo bastante singular. Antes de pasar al bloque de los comerciales, se mostraba una entrevista, bastante breve, hecha a algún personaje de la actualidad peruana; una de las preguntas (la cual es el motivo de este escrito) era la siguiente: "¿Qué libro quemaría usted de tener tal oportunidad?" Las respuestas más frecuentes eran: los libros de Coelho, los de Carlos Cuauhtémoc y los de autoayuda en general; escuché también que deberían ser quemados todos los libros de Freud. Algunos, no sé si honestamente, decían que quemar un libro era un acto de intolerancia y que no debería quemarse ninguno, aunque sea el peor jamás escrito, etc.

Hace unos días volví a recordar esta pregunta tan feliz y me dije a mí mismo: ¿Qué libros quemaría de tener la oportunidad? En un primer instante se me ocurrieron las respuestas acostumbradas, señaladas líneas arriba; pero luego, se me presentó lo siguiente: ¿Por qué no quemar al Quijote? Fui víctima de un gran entusiasmo.

No es que odie al Quijote; no, en lo absoluto. Sólo pensé en qué ocurriría si no existiera el Quijote. No me refiero a una incineración cualquiera del Quijote, sino a que el Quijote desapareciera totalmente de la historia. Para esta absurda empresa habría hecho yo lo siguiente. De alguna forma, acaso usando los múltiples universos de Everett o transportándome en la máquina del tiempo según Tipler, viajaría hacia el año 1605, llegaría a Madrid y destruiría la casa de Juan de la Cuesta para evitar la impresión de los volúmenes de la novela en cuestión. O (tal vez) mejor aún: llegaría a esa cárcel en Sevilla, si mal no recuerdo, donde estuvo encerrado Cervantes por algún tiempo, cárcel en la que habría de concebir su novela - y manipularía el contexto, su vida, de forma tal que no hubiera podido imaginársele escribir jamás acerca de un fanático de las novelas de caballería. Una empresa absurda, como dije; pero tan sólo preguntémonos, ¿qué pasaría si no hubiera Quijote?

Si me refiero a esta novela de Cervantes, es porque no estoy hablando de una obra cualquiera, sino de una que alteró la Literatura (no sólo la literatura española, sino la Literatura) de manera tal que se habla de esta novela como el símbolo e inicio de la época moderna; incluso algunos se atreven a decir que "El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha" es la obra más importante de toda la historia literaria. Y es por estos motivos que mi pregunta florece. ¿Sería la Literatura igual a como la conocemos ahora? ¿Sería mejor? ¿Peor? Todo el mundo literario se ha enriquecido del Quijote, desde Latinoamérica hasta Rusia... creo que ningún escritor ha podido salvarse de esta obra; la han aceptado o la han rechazado, pero no ha podido obviarse nunca. No sé que responder a estas preguntas que me he formulado; si el Quijote no existiera, simplemente no nos habríamos dado cuenta de esta obra, jamás. Ni siquiera imaginaríamos que una novela de tal calibre habría podido existir. Pero así como no podríamos imaginar el Quijote en caso de que no existiese, tal vez para nosotros, habitantes de este mundo, de esta realidad, no nos es accesible pensar en una obra más grande aún que la de Cervantes; no nos es posible concebirla, no tenemos ni idea de si existe (siguiendo un poco la teoría de Everett) en algún otro
lugar. Tal vez allí, donde nunca estuvo Alonso Quijano (tal vez, ni Cervantes), no existiría Literatura; tal vez allí, no existirían Dostoievski, Turguenev, Kafka, Kundera, Cortázar, Vargas Llosa (!); tal vez allí, en ese mundo al que jamás podremos acceder, sí existió Pierre Menard.










jueves, 20 de noviembre de 2008

Demonbearer, de Glauconar Yue

El texto que reproduzco a continuación es un cuento titulado "Demonbearer", del (relativamente) novel escritor Glauconar Yue, quien, a su vez, ha publicado ya una nouvelle llamada "El empalador" (Bizarro ediciones). El interés por los escritos de este autor puede saciarse visitando su blog, cuyo enlace se encuentra en esta página (parte inferior derecha). El texto ha sido tomado del blog "Amores bizarros", de Max Palacios; me tomé el atrevimiento de corregir algunos errores de redacción; en todo caso, pueden ver el texto original en el blog citado.


El tío de Lucía había venido de Estados Unidos a visitarlos y los padres decidieron que era propicio invitarlo a cenar. Así que fueron todos en familia, los dos padres, el tío y Lucía, a uno de los restaurantes más conocidos. Ella llevaba una blusa blanca, una faldita corta y una vincha roja reteniendo su pelo negro lacio, el cual cubría solo parte de su cuello. Encontraron un lugar en la terraza, frente a la gran fuente con luces de colores. Había muchísima gente hablando y en el fondo sonaba una música ligera. El tío contaba sobre Manhattan y cómo eran las cosas ahí y, en cierto modo, todos ya lo sabían porque salía en todas las películas. Hacía un leve viento de primavera, fresco pero no frío, que cargaba el perfume de las señoras y el humo de los fumadores. Pronto vino el mozo vestido impecablemente y preguntó qué querían. Cuando le preguntaron a Lucía, ella no supo bien qué decir, murmuró algo sin dejar de clavar sus ojos en el mantel. Así que el padre pidió algo por ella, milanesa de pollo, eso siempre le gustaba. Poco después de haberse ido el mozo, Lucía se levantó y dijo que tenía que ir al baño. El tío se quedó mirándola mientras se iba y comentó que era una niña muy linda pero algo extraña. El padre lo tranquilizó [diciéndole] que eso siempre sucedía con los adolescentes, a ella le daba de vez en cuando, pero pronto se le pasaba.

Mientras, Lucía en el baño se miraba al espejo y sentía el sudor frío correr por su frente. El colegio se había puesto pesado y además estaba el chico de al lado, del que no sabía lo que quería en verdad, y ahora venía su tío y ella tenía que quedar bien, tantas cosas, eran todas importantes. Pero justo entonces le tenía que suceder eso, justo en ese momento. La vez pasada nadie se había dado cuenta, por suerte, nadie lo había visto, ella luego había también llegado a creer que había sido un sueño, pero entonces estaba ahí de nuevo: el sudor frío, las náuseas y ese algo moviéndose dentro de ella sin parar. Se echó agua fría a la cara pero se sintió aún más mareada y tuvo que sentarse en el escusado porque perdía el equilibrio. Después se apoyó en la pared, abrió la tapa del water y escupió dentro. De pronto se sintió ridícula, se olvidó de todo y se puso de pie de nuevo. Las cosas tenían un extraño silbido, ya no tenía jaqueca sino un completo vacío en la cabeza que no le dejaba pensar en nada, las luces se veían mucho más claras y distantes, todo como en video. Salió caminando de ahí, sintiéndose quizá algo mejor, pasó por entre la gente que conversaba banalidades y frente a los mozos y se paró al medio de la plaza, frente a la fuente iluminada. Y dejó que suceda. Su pecho estalló, arrojando una cosa que se abalanzó contra la gente, gruñendo, mientras Lucía lo observaba sin moverse, completamente ilesa.


Considero que lo más memorable de esta breve narración es su final, tan inesperado como impactante. No ha sido necesaria la descripción explícita de la escena última; uno puede imaginar claramente a ese ser (algo) inocente, destrozado, observando cómo su cría (?) aniquila a todos los individuos posados en la plaza que, increíblemente, se ha convertido en el escenario de una carnicería. En mí se formó la mirada de la niña agonizante, una mirada que denota un por fin alcanzado alivio; y una sonrisa sombría que por breves instantes (suponiendo que la niña muere tras el alumbramiento) goza de la desesperación de las personas que, acaso, claman por última vez la clemencia de Dios.




martes, 4 de noviembre de 2008

III

La situación obligaba a que uno se sentara al lado del otro. Un asiento desastrozo, pero libre, fue causa de la proximidad en que se encontraban los cuerpos. Interrumpió su lectura y alzó la mirada débil; contempló la joven figura que se acercaba a su lado derecho. La mirada intrusa lo perturbó, haciéndole volver los ojos a los desastres que llamaban palabras. Ya establecidos, sintió cómo la joven acomodaba su falda de tal manera que se cubrieran sus piernas delicadas; las miradas de las bestias circundantes la hacían sentir amenazada y divina. Un sobresalto del móvil hizo que el hombre se perdiera entre las letras de los documentos; no importaba, de todos modos ya no era su intención la de seguir leyendo.

Por un momento pensó en el Destino del que siempre había dudado. Y es que no se le ocurrió jamás un momento como este, el de ahora. Bien. Ya no importaba la causa primera de esta experiencia. Había ya que disfrutar el momento.

En principio, no haría nada. Sólo dejaría que los vaivenes del móvil permitieran la colisión de ambos. Pero empezó a divagar. La juventud que ahora estaba perdida, regresaba repentinamente mediante la figura fulminante de esta anónima jovencita. Su falso pudor no le permitió dar libremente una vuelta más a su cabeza, por ello sólo tornó los ojos al máximo hasta fijarlos imperfectamente en las mejillas de la muchacha. La mirada torpe pudo admirar los ojos de la niña distraída. Su juventud era una salida refrescante. Necesitaba una salida, aunque nunca supo de manera precisa qué era aquello de lo que quería escapar. Sólo habían puertas. Pero esta era la más grande.

Al fin. Un sobresalto hizo que el brazo de la joven rozara el suyo. Sí, sintió que ese diminuto cuerpo deseaba poseerlo de alguna manera extraña. Su anatomía gastada, ya casi moribunda, se sintió deseada, acaso por última vez. Creció su vigor, y sus pensamientos oscilantes entre lo turbio y lo romántico se enlazaban con la esperanza de lograr una pequeña aventura. Sí, tal vez aún no estaba todo perdido. Pero todos sus razonamientos se desmoronaron al escuchar un "discúlpeme" que salía de los labios de la joven. Era señal de desencantamiento. Sintió como si las sílabas tan bien pronunciadas por
esa muchacha denotaran asco ante su senil presencia, como si la presencia de ese viejo enfermizo provocara las ganas de la muchacha por salir de allí de inmediato, como si su condición de hombre hubiera sido desvalorada hasta límites insondables, como si... como si...

Tras ese viaje monstruoso, decidió y, más bien, comprendió que ya todo había sido dicho. Ya no necesitaba de ese trabajo agotador para satisfacer necesidades ajenas (¡el mundo sabría cuidarse solo!), ni de sus paseos absurdos para dar cuenta ante nadie -pero ante todos- de su aún persistente existencia. No, ya nada sería necesario. Sólo llegó a su casa, y pensó que ciertas cosas tenían que ser relatadas. No para ese resto que jamás se interesó por él, sino que tenía que rendir cuentas ante su propio tribunal acerca de su aventura infame. Subió a su viejo estudio, tomó una hoja y una pluma algo muerta. Escribió estas líneas que pretendió anónimas; líneas que, aunque sin valor alguno, sobrevivirían un poco más que su propio autor.



domingo, 2 de noviembre de 2008

Artificios

Tristeza. La nomenclatura de este sentimiento, tan violado e incomprendido por estos días, es el primer síntoma que acude a mi pensamiento cuando reflexiono un poco sobre este "problema" que en las líneas siguientes trataré de esbozar. Digo que trataré porque dudo poder exponer adecuadamente la materia de mis cavilaciones recientes.

Con el transcurrir de los días, siento que la desaparición de la Naturaleza se agudiza. No porque el mundo se esté acabando, sino porque es mi miopía la que también siento agudizarse. Desde hace unos años, casi sin darme cuenta, las cosas tienden a difuminarse ante mis ojos. La personas, los lugares, las estructuras: todo se vuelve confuso. Como dije, al principio no noté plenamente esta compleja situación; ahora, es algo que por momentos motiva algunas meditaciones desesperadas. Si no fuera por las debidas refutaciones formuladas para apaciguarlo, acaso confiaría en Descartes, a modo de consuelo. ¡Qué satisfacción la de obviar lo que perciben mis sentidos -mi vista- por ser estos engañosos y por no llevarme al conocimiento de la verdad! Con mayor razón me encomendaría en el pensamiento cartesiano tratándose de no confiar en lo que percibimos a lo lejos, pues con lo cercano aún no tengo muchos problemas. Aval para el conocimiento o no, el hecho es que ya no puedo percibir mi entorno como debiera hacerlo una persona cuya visión se encuentra en perfecto estado(*). Sí, existe un artefacto. Poseo uno. Pero, ¿podrá comprenderse cuán incómodo y patético es utilizarlo? Cierto, lo último habla sólo por mí; si el resto que usa anteojos toma esta situación -que detesto- de manera indiferente o normal, pues es su respetable opinión -la cual, no comparto. No puedo andar del todo tranquilo sabiendo que para observar los sucesos que se alzan frente a mí, tengo que utilizar dos pedazos de resina unidos; o que para dejar estos engaños tengo que someterme a una operación: es angustioso darse cuenta de que no podré observar plenamente mi entorno, de manera completamente natural. No soy ciego, es categórico; acaso ya se me está acusando de fatalista por hacer de una miopía, una tragedia edípica. Pero considero necesario, en cierto sentido, reflexionar así.

"No importa, no te pierdes mucho", diríame alguien. Poco o demasiado, esta realidad (es decir, la Naturaleza y los momentos actuales) es la que me ha tocado vivir, y es insoportable no poder disfrutarla o aborrecerla cabalmente, en todos sus aspectos.

Una vez pensé en elegir: la vista óptima o la ceguera. La miopía es un limbo entre ambos estados que me es incluso más trágico que la ceguera total. Si no puedo observar el mundo nítidamente, prefiero no verlo en absoluto. Pero, como optar por tal elección significaría recurrir a una solución radical y que, en cierto modo, podría llevarme a un dogmatismo infeliz, tengo que optar por resistir: resignarme a llevar un objeto sobre mi nariz cuando sea completamente necesario -porque me rehuso a usarlo permanentemente.

En estos momentos estoy recordando a un par de honorables ciegos, a Demócrito -según cuentan- y a Borges. Del primero, hay una leyenda que podría explicar el sentido de la elección anterior: se arrancó los ojos para no ser engañado por el mundo. Prefiero lo que cuenta Cicerón en sus "Disputaciones tusculanas", que, aunque ya no podía "distinguir el blanco del negro; podía aún, sin embargo, distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo honesto de lo torpe..." (1); que, a pesar de no distinguir ya el mundo, era feliz. Decía Demócrito, incluso, que "peregrinaba por todo el infinito, sin que ningún límite lo detuviera" (2). Por otro lado, dice Borges, en su conmovedor "Poema de los dones": "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche" (3). ¡Qué tortura la de tener a disposición toda una serie de libros, y no poder leerlos a causa de ese déficit!

No creo llegar a la ceguera total, al menos eso espero. Y si me quedo totalmente ciego (seamos, pues, un poco radicales), espero haber acumulado previamente el suficiente conocimiento del mundo como para poder elaborar imágenes infinitas en mis pensamientos (entonces) oscuros. Supongo que aún podría escribir: sólo necesitaría papel, lápiz y un pulso controlado. A menos que la ironía de Dios se extienda hasta el punto de derretir paulatinamente mis manos y, finalmente, mi cuerpo todo.





(*) Para no incurrir en el problema de la Perfección, sería mejor limitarme a decir "visión en condiciones óptimas"; sin embargo, dejo la frase original por suponer que el lector comprenderá a qué me refiero con ella.
(1) "Los filósofos presocráticos. Fragmentos III (Leucipo y Demócrito)". Traducción de María Isabel Santa Cruz de Prunes. Barcelona: RBA, 2003.
(2) Ibid.
(3) Jorge Luis Borges, "El hacedor". Madrid: Alianza editorial, 2004



jueves, 2 de octubre de 2008

De una transformación

Gran parte de quienes se han acercado a la obra de Franz Kafka lo ha hecho a través de esa gran y, muchas veces, poco comprendida novela -o relato, si su extensión no complace al lector como para denominarla "novela"- llamada comúnmente, "La metamorfosis". Sin embargo, poco conocido es el problema que ha suscitado la traducción del título de esta obra. Presento pues, una breve explicación de esta pequeña "polémica".

Me enteré del tema a través de Jordi LLovet, gran y sobresaliente estudioso de la obra de Kafka. En el prólogo a "La metamorfosis", Llovet empieza así: "Con ocasión del primer centenario de la muerte de Kafka, un periódico publicaba el 3 de julio de 1983 unas declaraciones de Jorge Luis Borges, antiguo conocedor de la obra del escritor praguense, que incluían este párrafo (...): 'Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es
La transformación, y nunca supe por qué a todos les dio por ponerle La metamorfosis. Es un disparate, yo no sé a quién se le ocurrió traducir así esa palabra del más sencillo alemán. Cuando trabajé con la obra el editor insistió en dejarla así porque ya se había hecho famosa y se la vinculaba con Kafka'" (1). Así, el título original en alemán es "Die Verwandlung" y no "Die metamorphose"; confieso que no conozco el idioma alemán, pero sí tengo muy claro que "Verwandlung" significa en español simplemente, "transformación". Para corroborar lo último, cito nuevamente a Llovet, quien continúa su prólogo de la siguiente manera: "En su lengua original, efectivamente, la narración llevaba por título Die Verwandlung, que no significa otra cosa que transformación, cambio de forma, mutación del aspecto exterior. Esta palabra alemana no sugiere ningún cambio esencial, y mucho menos indica la participación de causas sobrenaturales o de poderes incomprensibles: en estos casos, la lengua alemana usa mucho más la voz de origen griego Metamorphose que la muy corriente, como bien sabía Borges, Verwandlung"(2).

Fernando Sorrentino, autor de "Siete conversaciones con Jorge Luis Borges", informa (también en boca del autor de "Ficciones") que es muy probable que la traducción al español clásica de este relato que se atribuye a Borges (pero que en realidad, es de procedencia anónima), se haya realizado a partir de una traducción francesa de la misma. En francés,
La transformación -desde ahora llamaré así al relato- se tradujo como "La métamorphose", acaso con vistas a incitar un cierto misticismo, y es muy probable que de aquí provenga para nosotros, hispanohablantes, la mal llamada "metamorfosis". (3)

¿Y cuál es el problema -diría el lector- de llamar "metamorfosis" o "transformación" a la obra; total, no es el contenido el mismo? A grandes rasgos, sobretodo en lo que respecta a la última parte de la pregunta, es cierto que el contenido "es" el mismo; repito: a grandes rasgos. Para aclarar un poco este asunto, voy a comentar algunos aspectos sobre la importancia que toma -o tomaría- el título de la obra kafkiana como primera impresión en nosotros, lectores.

Imaginemos a un individuo que nunca ha leído a Kafka; imaginemos a los escolares de secundaria, quienes, por mandato del profesor, tienen que leer "La transformación". Obviamente, en las escuelas (al menos en las escuelas nacionales) se sigue utilizando el título erróneo, "La metamorfosis"; así que, al escuchar por primera vez el título, el estudiante -entusiasmado o no por leer el relato- tiene la primera impresión de una obra "fantástica", fuera de lo común, donde los personajes mutan en otros personajes extraordinarios. Seguramente ya pensará usted que exagero, pero, créalo o no, estas impresiones suceden: le ocurrió a algunos compañeros míos en la escuela, cuando tuvieron que leer la obra en cuestión. Entonces, entusiasmado, el nuevo lector ya tiene una imagen de lo que será el contenido de la obra. Pero, tras el único suceso que podríamos llamar "extraordinario", Gregor Samsa despertando y viéndose como un insecto gigante, el lector no encontrará algo "fuera de lo común". Lo que encontrará será una narración cruda; un personaje cuya degradación lo cubre poco a poco; una familia, si se puede llamar así a un puñado de monstruos, que se ha convertido en una pesadilla a la que, lamentablemente, Gregor Samsa tiene que seguir ligado. No, lo "fuera de lo común" no es la experiencia maravillosa de las mutaciones que el lector esperaba: lo "fuera de lo común" es la vida cotidiana que se lleva, pero transformada en una quimera terrible.

Así, la palabra "metamorfosis" queda desterrada del sentido que Kafka quiso dar al cambio radical, mas no fantástico, en la vida de un individuo y en su relación con los otros. Este cambio es más cercano a nosotros, a nuestra rutina: es, por esto, sólo una "transformación". Pero como se dijo al principio, la publicidad, la comercialización que la mayoría de editores quiere aplicar a "La transformación", sea por simple costumbre o por fines (digamos) lucrativos, este relato kafkiano será conocido, lamentablemente y por un buen tiempo aún, como "La metamorfosis", la infame metamorfosis. Depende, pues, de nosotros, lectores que empezamos a relacionarnos con esta monumental literatura, no dejar que el prejuicio de lo "fuera de lo común" -tal y como lo hemos visto- no afecte el modo en que empezamos con esta lectura. Interpretaciones, puede darle usted las que quiera. Pero evite las metamorfosis innecesarias.

Así como aquella vez en que su incomodidad surgió frente a la posibilidad de mostrar un escarabajo en la portada de su obra, Kafka se revolcaría en su tumba viendo cómo se ha tergiversado, a través de un inesperado título, la esencia de su relato.







(
1) Jorge Luis Borges, "Un sueño eterno", El País, 3 de julio de 1983. Citado en: Franz Kafka, "La metamorfosis y otros relatos", introducción de Jordi Llovet. Planeta, 2000.
(2) Franz Kafka, "La metamorfosis y otros relatos". Introducción de Jordi Llovet. Planeta, 2000.
(3) Cfr. Fernando Sorrentino, " El kafkiano caso de la Verwandlung que Borges jamás tradujo". En "La máquina del tiempo":
www.lamaquinadeltiempo.com/temas/traducc/Sorrent.htm

domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós

Últimamente dejé de preocuparme demasiado por la relevancia de la existencia; tal vez a causa de Sartre estuve dejando un poco de lado mi teoría de los entes que pululan por ahí haciéndonos creer que vemos, olemos, oímos, es decir, haciéndonos creer que existimos. Al final, y esto es lo que me agrada pensar -aunque no necesariamente sea verdad, en lo absoluto-, todas las concepciones, llámense religiosas, filosóficas o científicas, me parecen más una serie de juegos en los que libremente podemos participar; juegos que asumimos a veces de manera muy seria, hasta fanática, y que en muchos casos terminan con la muerte o con el cambio de juego. Mientras unos llevamos en los hombros un año más de pesares, alegrías y humanidades por el estilo, otros terminan su juego de la manera menos ideal. Y muchos de éstos ni siquiera supieron que participaban en tal azar. O tal vez ni siquiera fueron incluidos en juego alguno.

Pero esto lo dice -o lo escribe, siguiendo las formalidades- un ser (en el sentido más superfluo de la palabra) que piensa, o que piensa que piensa, y es a través de esta facultad que se urde una gama de pensamientos estúpidos, relevantes, interesantes, enfermizos. ¿Y el animal no pensante? A este ser me ref
ería al mencionar a aquellos marginados de los juegos en los que los animales que razonamos participamos de forma natural. Ellos no están en la posición de pensar algorítmicamente sobre las problemáticas que al hombre siempre han inquietado. ¡Qué pueden opinar ellos sobre la existencia o la dualidad vida-muerte! Simplemente cumplen con su etapa biológica y no les importa si tras esto se van con quien los creó o si recibirán un castigo infinito. Sin embargo, si ellos mismos no tienen lástima por sí mismos, somos muchos de nosotros, seres de razón, quienes sufrimos por sus decesos.

Has muerto, pues, y no pude verte por vez última. Con vez última me refiero a que no tuve la oportunidad de mirarte con la intención de las despedidas; sólo te fuiste, acaso ya no podías esperar más. Pero yo soy más culpable. Pensando que todo estaría bien, al llegar a casa, no fui inmediatamente a verte, sino que asistí a la ordenación de mis libros. Escuché los cotidianos gritos de tu familia, pero no me pareció algo fuera de lo común. Pero al verte ya no eras más. Ya no eras más esa pequeña ave a la que traje en mis manos; ya no eras más ese perico pequeño que se hacía querer tanto, ni el padre de quince aves revoltosas. Te habías ido finalmente, tras unos días de agonía que yo no pude comprender del todo, esperanzándome en que todo saldría bien, en que volverías a cantar para que los demás te escuchasen con respeto, mostrándoles tu merecida posición privilegiada entre los veintitrés. Sólo me dejaste un pequeño cuerpo amontonado en una esquina; un cuerpo que era picoteado por una de tus hijas, no sé si por hambre o porque también tenía fe en que sólo estabas tomando un descanso.

Pensé que a mi madre le afectaría más que a mí tu partida. Al avisarle yo, confundido y sin entender aún el significado de lo que vi, se levantó del sillón y objetó mi exaltación. Me quedé en el cuarto contiguo y ella entró a sacarte de las barras. Colocó tu cuerpo en una bolsa y se negó cuando le di cuenta de mi deseo de observarlo. No pude verte otra vez, ni siquiera muerto. Salí enojado. No pude ni quise ver lo que mamá haría con tus restos. Pero lo imagino y se forma ese maldito nudo en la garganta.

Hubo una vez en que quise que me hablaras. Pero luego supe que era mejor comunicarnos mediante esas miradas de extrañeza que me lanzabas. Espero que te hayas ido sabiendo la gran estima que por ti sentí, y que ahora no es lo mismo entrar y ver a los veintitrés -ahora veintidós- revoloteando y gritando en la morada. Si ni tú ni el resto sintieron verdadera lástima por tu muerte, sabes ahora de uno que añora volver a esos días en los que jugabas con mis cabellos. Sabes ya de uno que llora tu adiós anónimo.



martes, 12 de agosto de 2008

Reencuentro

Hace unos días, urgando en algunos papeles que guardo regados por un rincón de mi cubil, encontré una serie de manuscritos míos, escritos aproximadamente hace unos seis o cinco años. Poemas acaramelados que escribía para aquellas niñas de la escuela, niñas de las que yo me "enamoraba" perdidamente, son lo que más abunda en este reencuentro con mi yo más joven. Poemas malísimos, cabe decir -excepto por uno 0 dos con alguna idea interesante, pero de todas formas mal confeccionados. Y sí: la vergüenza llegó al punto de querer quemar esos papeles; sin embargo me contuve, pues tal vez esos esperpentos servirían para recordarme una y otra vez que no sirvo para el arte poético. A pesar de lo dicho y de lo embarazoso que fue ese momento, encontré un escrito que me llamó la atención. Lo leí; no eran versos romántico-pueriles dedicados a alguna niña los que me encontré. Intenté recordar por qué había escrito eso, cuál era el fin de ese pseudopoema (creo que regresé a las invenciones léxicas; lo siento). Luego de un viaje fugaz a mis trece o catorce años, recordé. ¡Qué cosas no se nos ocurren cuando niños! Esos versos eran (ya no lo son, pues obviamente he abandonado esta empresa) el inicio de mi tentativa de urdir un poema épico. Seguramente influenciado por algún dibujo o una historieta élfico-medieval, me pensé capaz de crear una historia sobre, tal vez, caballeros, bestias divinas y qué se yo. Como dije, el papel sólo contiene el inicio de la historia, inicio que sirve como una introducción a lo que sería el argumento del pseudopoema. Sin embargo, lo que este preámbulo quiere decir es ya difuso tanto en la hoja misma como en mi memoria. Lo que es curioso, es que para ese entonces ya haya tenido conocimiento de lo que era el Valhalla. En fin, como en este blog por lo general escribo cosas sin importancia, reproduzco a continuación el bendito poema. No tiene título, encima de los versos sólo hay un dibujo de espiral.


Bajo las estrepitosas hojas
del bosque humano, salvación de Dios;
y sobre las cálidas brisas
que rodean la hierba, hermanos son,
yace sola, sola ante las fragancias,
la gris, leve y embalsamada crisálida.

En una noche roja, sin saber brotó.
Un ave, un bicho o tal vez un niño
la depositó en las hojas secas,
mientras la espada se mezclaba

con la carne despojada de los cuerpos
cuyas almas brindan ahora en el Valhalla.

O tal vez la creación divina
no introdujo su suerte a esta hazaña,
sino que fue el Destino,
dios nuestro, guerrero matutino,
responsable de este capullo
que servirá después como sepulcro.

Unos últimos comentarios al respecto. He sido totalmente honesto y he escrito los versos tal y como están en mi cuaderno escolar; excepto por algunas correcciones ortográficas, eso es lo que escribí, supongo, en un rato libre en la escuela. Tal parece que la historia iba a tratar sobre un héroe (no sé si humano, por lo de la crisálida) que o sería salvador de su pueblo o tenía una misión divina que cumplir o quién sabe qué. Hay cierta contradicción en lo que respecta a la idea de Dios (por un lado digo que Su salvación es la humanidad, que depende de ésta para ser concebido; por otro, parezco estar admirado de Su creación, lo que indica un cierto respeto hacia Él). Pero no creo que lo que escribí tenga la intención de apología del monoteísmo cristiano: por ahí escribo ya sobre un Destino como dios (sí, con minúscula esta vez) guerrero y matutino. Supongo también que la historia terminaría trágicamente: así lo expresan los últimos versos que hablan sobre un futuro sepulcro, acaso una muerte masiva. Las expresiones, a mi parecer, están llenas de barroquismo; algunas veces son incoherentes o innecesarias. Finalmente, luego de leer una vez más este escrito, me pregunto: ¿en qué demonios estaba pensando?

jueves, 24 de julio de 2008

Otro cuento breve y extraordinario

En el prólogo a "Cuentos breves y extraordinarios" (Losada, 1973), recopilación que de este tipo de literatura hicieron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, se escribió lo siguiente: "Lo esencial de lo narrativo está, nos atrevemos a pensar, en estas piezas; lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal". Conocida es la opinión que tenían estos dos escritores acerca de esa literatura llamada (autollamada, en algunos casos) realista o, en otras oportunidades, psicológica: baste revisar el prólogo de Jorge Luis Borges a "La invención de Morel", obra de Bioy Casares, novela que el autor de "Ficciones" calificó como de "trama perfecta".

Por estos días he empezado a leer "La náusea", obra de Jean-Paul Sartre, y he encontrado un párrafo en el "capítulo" -la obra se confeccionó a manera de un diario, por lo que no existen capítulos propiamente dichos, sino fechas- "Viernes, las tres" que me parece encajaría muy bien con las condiciones planteadas por los argentinos en la susodicha antología. Si bien "La náusea" es una novela de corte existencialista y posee algunos rasgos de novela psicológica, este párrafo me parece desligado de estas tendencias: es más bien, un "cuento breve y extraordinario". El párrafo-cuento es el siguiente:

"Del montañés no veo sino un gran ojo reventado, lechoso. ¿Y era de él ese ojo? El médico que me exponía en Bakú el principio de los abortadores del Estado también era tuerto, y cuando quiero recordar su rostro, aparece de nuevo ese globo blancuzco. Esos dos hombres, como los nornes, sólo tienen un ojo que se pasan por turno".

Acaso el texto anterior sea muy breve para algunos. ¿Cuento? Sí, cuento. Que tenga más una apariencia de cita, no importa. Las citas abundan en esta antología fantástica. La única novela de Edgar Allan Poe sería un ejemplo, al igual que otros textos extraídos del Panchatantra, Heimskringla y de mútliples obras lamentablemente muy poco difundidas ya. ¿Nornes?







En la niebla

Yo creo que esta es una lucha interesante; metafóricamente interesante. Ya he dispuesto esa maderita rectangular y curva en uno de sus extremos, que sirve como sostén de uno de los contrincantes; la he colocado en la mesa sobre la cual, además, descansan la lámpara, la radio y algunos adornos insignificantes. Es hora de que se presente el primer luchador. Extraigo del paralelepípedo una envoltura ploma que guarda en su interior a nuestro gladiador. La rompo y, con un ponderado accionar de mis dedos, muestro al palillo de incienso lo que será su arena de combate. Se muestra rígido, dudoso del desarrollo de su lucha. Lo coloco en la madera y ya está listo, esperando la intervención del fuego. Para malestar de los espectadores aquí presentes, extraigo del bolsillo de mi casaca una cajetilla que lleva estampada en su centro un círculo rojo (rodeado de secundarios círculos de color blanco, plateado y negro), con una inscripción en lengua inglesa. Abro su cabeza y presento al segundo peleador, un cigarrillo totalmente blanco: es éste el villano del episodio, el odiado; todos esperan ansiosamente su derrota. Se muestra tranquilo, esperando mi indicación para el comienzo de la batalla. Ante los luchadores debo ser imperceptible; por ello, me recuesto sobre la cama y tomo esa novela que se supuso ininteligible, para leerla como si ignorara la posibilidad de una lucha. Entonces, listos todos, me recuesto, tomo el libro y enciendo al favorito de la audiencia; tras un pequeño incendio en su cabeza, el fuego desaparece y el incienso empieza la lucha emanando su fragancia. Enciendo el cigarrillo, que ya se muestra entusiasta por responder al ataque del rival, mientras el gentío hace notar su antipatía para con el luchador blanco. Y para conmigo, pues me repudian por ser quien lo alienta en la batalla, acaso por ser el único que lo apoya. Posado entre mis dedos, el cigarrillo ataca con su fragancia de tabacos varios. Ambos luchan; yo me hago el desinteresado, mis ojos recorren las líneas de una novela incomprendida; la lámpara persiste en iluminar la contienda; y la radio, mirando hacia la oscuridad de la triste ventana, canta las notas de una melancólica canción celta. El encuentro es intenso. Por momentos vuelvo mis ojos hacia el espectáculo y veo al humo azulino del palillo de incienso entremezclarse con el humo blanquecino del rival. La luz amarilla da a la contienda un tono épico, de una batalla decisiva. Las cenizas del cigarrillo se acercan cada vez más a mis dedos; las del incienso, no cubren aún la mitad de su cuerpo. La muchedumbre se emociona, pues ante estas condiciones piensan que la lucha la tiene ganada su héroe. Las fragancias, principales armas de la lid, han envuelto ya toda la arena de batalla y ninguno puede escapar de sus efectos. El incienso se cree ya vencedor, pero no se ha dado cuenta de que su rival tiene, además, la ayuda de mis pulmones; es decir, no sólo es el humo del cigarrillo, sino también el que expulsan mis órganos (que ayudan así al villano) los que lo atacan; desventaja que perjudica al héroe. Pero, a pesar de todo, mi luchador ya no puede más. Ha gastado su vida en esta contienda que supo absurda, para nada. Con una última ayuda mía, deja que el fuego llegue a su cabeza y entonces ya se ha dejado vencer, consumido en su totalidad. La algarabía no se hace esperar y los espectadores lanzan hurras y vivas por doquier. El palillo de incienso, orgulloso de su victoria, presupone que todo ha acabado, que puede descansar. ¡Qué iluso! No se ha dado cuenta de que esta batalla significaba su fin; de que, ganara o perdiera, estaba condenado. Entra en pánico al saber esto. Parece buscar alguna ayuda, acaso la mía. No la encuentra. Ni siquiera su público parece interesado en su salvación; al contrario, noto que los espectadores se encuentran en un éxtasis perverso, deseosos de presenciar una muerte más, sin importarles si el muerto será su alguna vez protegido gladiador. Hay más luz, más cantos bárbaros. Dejando las súplicas, el incienso, resignado, da cuenta de que solamente ha sido utilizado para el deleite voraz de un público despiadado; de que no ha participado de una lucha importante. No. Ha sido protagonista de una carnicería. Lanza un último grito, un reproche que nadie atiende. A pesar de la muerte de su héroe, los espectadores se felicitan por la victoria de éste; mejor la suya a la victoria del infame guerrero blanco. Pero algo anda mal. La lucha ha terminado; no obstante, las fragancias persisten. Y para nuevo malestar del público aquí presente, el vaho del tabaco va ganando terreno a la fragancia de benjuí. Este ha muerto ya. Aquél reina sobre todo el espacio de una contienda finalizada. Envuelve al público que clama piedad. Pero para él no existe la misericordia. Sólo me ha perdonado a mí, siervo del cuerpo que alguna vez habitó. La muerte del mártir no ha sido en vano.

lunes, 23 de junio de 2008

Un pensamiento cotidiano

Un niño A. se dirige a su escuela mientras en la panadería de la esquina, un ratón merodea el pan que al señor R. se le cayó al salir apresurado hacia uno de sus tantos negocios. En el trayecto, el niño A. se encuentra con la niña A., quien ha descubierto que Cortázar es el padre del suicida de la semana que pasó; suicida que, a su vez, inventó a la niña A. Emocionado, el niño A. saca de su bolsillo secreto un cronopio y se dispone a regalárselo a sí mismo para luego entregarlo a la niña A.; pero el niño A. se detiene porque, a pesar de ser destinados uno al otro según la Providencia pragmática que nunca leyó a Sartre, la niña A. está acompañada de un ente a quien amigablemente la niña A. llama Amor. Destrozado, el niño A. toma el cronopio y se lo traga tras masticarlo seis veces, mira a la niña A., que ahora linda con el niño B., y le lanza un grito del que salen disparados topos, langostas deístas que se levantaron contra la voluntad de Yahvé, escarabajos, nuevos ratones -llevando un féretro con los restos de un ratón que merodeaba en una panadería por un poco de pan-, un niño que persigue a Proust, y un gato/carnero al que Kafka jamás dio cuerpo uniforme. La niña A. sonríe; Amor es devorado por el niño B., el niño A. llora mientras piensa, acaso como un consuelo, que en algún lugar de su Universo, el niño B. es encadenado y torturado por su cronopio mientras Amor es divinizado por un escarabajo delante de aquellos; que la niña A. es devorada por un perro que indaga sobre quién fue el demonio que lo creó; que él, el niño A., sale a pasear estoicamente por la calle donde se han formado infinitas tertulias que se deleitan con las destrucciones progresivas de dos seres a cargo de un ser que anduvo por ahí, y con la divinización de un dios que creyó ser dios.

sábado, 24 de mayo de 2008

Hombre

Mientras leo la copia de un libro que estudia la magia y la brujería, sentado en un incómodo muro de concreto, un hombre anciano, de aspecto espantoso, de pantalones y chompa raídos y mugrosos, de barba descuidada y cana, con un par de anteojos un tanto oscuros, de zapatos gastadísimos y absolutamente ebrio, se me acerca tambaleándose y, casi balbuceando, me pregunta:

- ¿Qué lees?

Yo lo miro y, por causas que desconozco, le muestro una sonrisa, de esas que se forman con el solo movimiento en media luna de los labios, sin participación de los dientes. El viejo se queda parado ante mí. Pregunta:

- ¿Palabras? -silencia un momento fugaz y continúa- Esa palabra...

Mirándonos fíjamente, el viejo alza su brazo y, cual mago o asesino de demonios, posa su mano sobre mi cabeza. Aturdido, le digo:

- ¿Qué pasa?

El viejo me mira extrañado y, como si a través de él, Dios mandara un mensaje, como si quisiera salvar a su criatura que sabe rebelde, casi perdida para siempre, dice:

- Sólo una palabra te digo: fe

Mi mirada se posa nuevamente en él, antes de desaparecer en el horizonte, a lo lejos.

martes, 29 de abril de 2008

Pasados

ACTO ÚNICO:

Escritorio de un aula de clases en una casa de estudios universal. Paredes blancas son lo único destacable, además de una pantalla para la proyección de películas. El sol empieza a ocultarse. Se oyen los pasos salientes de un grupo de estudiantes. Aparecen Huayhuaca y un estudiante de aspecto terrible, alumno del primero. Ambos como únicos personajes.


Estudiante de aspecto horrible: Disculpe, profesor, tengo una consulta: ¿usted dirigió uno de los cortos que componían "Cuentos inmorales"?

Huayhuaca: Ufff... eso fue hace siglos, pero sí, yo fui. No recuerdo el título, pero no es....

Estudiante de aspecto horrible: ¿Y cuál fue? ¿La del vendedor, la de los amigos?

Huayhuaca: No, no fueron esas; fue una de mujeres, no recuerdo muy bien.

Estudiante de aspecto horrible: Yo la vi hace mucho tiempo, cuando era casi un niño...

Huayhuaca: Sí, la hice hace mucho tiempo

Estudiante de aspecto horrible: ¿Y sabe si está aquí?

Huayhuaca: Sí, creo que sí está; pero, la verdad, no creo que sea muy favorable.

(El estudiante sonrie; Huayhuaca guarda sus papeles en un portafolios. Sale el estudiante, dejando al profesor en el aula)


TELÓN


domingo, 27 de abril de 2008

II

Ese día terminaba ya mi labor diaria; tras una jornada extenuante y una discusión con los compañeros de trabajo, me dirigía a casa, a mi descanso. Me disponía a abordar el bus de las seis de la tarde. Aún faltaban veinticuatro minutos antes de las seis, así que decidí ir, primero, a comprar unos cigarrillos.

La tienda se encontraba a cien metros de la estación. Cuando llegué, el local estaba abarrotado de gente; tuve que esperar a que llegara mi turno. Para cuando salí del lugar me di con la sorpresa de que tan sólo faltaban seis minutos para la llegada del bus a la estación; entonces, apresuré el paso, casi hasta correr. Llegué a la estación, pero el vehículo ya partía. Enfurecido, enjugué el sudor de mi frente y mis mejillas, y, sentándome en una de las bancas de espera, encendí un cigarrillo. Tendría que esperar el bus de las seis con cuarenta, no tenía otra opción. Mi día parecía empeorar.

Al principio creí estar solo en toda la amplitud del lugar, lo que me hizo pensar y maldecir esos momentos, esa hora, ese día, ¡odié todo el tiempo! Estaba tan enfadado que, sumido en mis furias, no di cuenta de la presencia de una joven sentada unos cuantos metros más allá, a mi izquierda. Me ruboricé del sólo pensar que aquella muchacha había presenciado mi infortunada rabieta. Me calmé (o al menos traté de hacerlo; ya no lo recuerdo bien). Me di cuenta de que, para bien (ya no lo veo de esa forma), la muchacha no me miraba, estaba inmersa en sus propios pensamientos. Por alguna razón que desconozco, me dediqué a observarla minuciosamente: cualquier descripción suya sería insuficiente e impertinente, pues sólo puedo decir que era bellísima, de belleza tal que las palabras no alcanzan a expresar la artística hermosura de su rostro ni la cuidadosamente delineada figura de su cuerpo. ¡Son tan pocas las veces que el hombre puede apreciar tanta belleza natural!

Llegaba el bus de las seis con treinta y lo abordé aunque no era el que yo esperaba: lo abordé porque la muchacha lo hizo y porque yo no podía dejarla ir, resignándome a no verla nunca más. No, eso no lo permitiría.

El bus estaba lleno, mas ella alcanzó un asiento hacia el fondo. Decidí dirigirme también hacia allá: viajaría de pie, sí, pero estaría cerca de ella. A dónde se dirigía el bus era algo que yo ignoraba, no me importaba en lo absoluto; yo estaba cerca de ella y eso me bastaba. Todos en sus asuntos, yo amándola y ella... ella estaba triste.

Ya me había dado cuenta de ello en la estación, pero en ese momento, mientras el bus seguía su marcha, sentí que su tristeza se agudizaba. Nunca pensé que en el rostro más bello podría gobernar la pena más profunda. Su delicado rostro daba hacia la ventana, su mirada se perdía entre la ciudad que quedaba atrás y la brisa que la envolvía. ¿Qué estaría pasando en sus recuerdos como para ahogarla en expresión tan lúgubre? Sentí impotencia, rabia, pena, porque no podía hacer nada para aliviar sus emociones. Por momentos pensé en decirle algo. Que ya no sufriera, que sonriera, que deje atrás esos padecimientos y que viviera ahora, conmigo. Pero el brotar de una lágrima y su viaje por la lozanía celestial de su mejilla, refrenó mis impulsos; pasmado, enmudecí mi conciencia. No podría ayudarla, ni aunque quisiera.

Recordé las lágrimas de la Virgen por el hijo muerto, a Julieta tras su frustrado plan, a Hamlet y a su madre tendidos en el suelo de un castillo, las lágrimas de mi madre enferma, los ocasos de septiembre, mi padre abandonándome, un revólver, una alondra con el ala destrozada, un niño hambriento y yaciente en la plaza de la ciudad de L. ¡Tantas cosas que, inexplicablemente, ahora puedo recordar! Las recordaba mientras la observaba interrumpidamente hasta que, en un momento glorioso, ella se levantó de su asiento y, antes de partir para siempre, alzó su mirada y la fijó en mis ojos. No supe qué hacer, mas no fue necesario hacer cosa alguna: su mirada se enterneció y en sus labios se dibujó una sonrisa leve y que guardo celosamente en mi espíritu. Fuimos uno y lo seríamos por siempre.

Cuando bajó del bus, cuando dejó mi vida, yo me senté en el asiento que ella había dejado libre. Estando en su lugar sentí, de una manera extraña, todo el caos que reinó en sus cavilaciones; incluso osé pensar que había descubierto la causa de su vórtice interior. Pero di cuenta de que nada, ni lo más divino y sagrado, podría imaginar lo que ella padecía en su corazón; y de algún modo me sentí ella, me sentí su alma desesperada, me sentí eterno.

He pasado sesenta años en su búsqueda, pensando sin cesar en ese día; he visto todo y lo he dejado todo por alcanzar su humanidad. Quiero seguir buscándola, pero el Tiempo me es insuficiente: veo ya una luz pura que me pide acudir a su llamado. Quizá no tenga que buscar más.


miércoles, 19 de marzo de 2008

I

Eran casi las seis de la tarde y el sol, ligero ya, aún permanecía; pero se podía apreciar la celeste y grisácea figura de la luna.

Caminaba, caminaba por aquellos pastos maltrechos y la muchedumbre andaba, andaba siguiendo su rumbo a ningún lugar, ignorando a los demás e ignorándose a sí mismos. Así, los moribundos rayos del astro acariciaron mi rostro vago, ido, lacónico. Fueron esas las luces que me hicieron recordarla. Estaba yo en ningún lugar.

Tal expresión solar era análoga a sus matices, que quedaron guardados en mi memoria; ese color luminoso, semejante a los atardeceres en Alejandría. ¿Qué podía ser yo sin ella? La había esperado tanto, tanto y ahora se había ido. ¡Qué cruel es esa metáfora a la que el hombre ha dignado llamar Destino!

Sí, es cierto. Había esperanzas. Pero eran pocas. Para mí, casi nulas.

Mirando esta nada radiante me ahogaba en pensamientos y recuerdos, mientras mi aliento se tornaba amargo, seco. Los recuerdos me asfixiaban, me ataban a vivencias pasadas. No me permitían avanzar.

Y odié en ese instante mi nihil alrededor, porque me hundían más en mis Infiernos, Infiernos a los que desde hace tanto estoy acostumbrado. Pero la costumbre no serviría para sobrevivir en este Tártaro. Y te recuerdo tanto, tanto que duele haberte conocido; haberte visto aquella vez, sonriente y envuelta en esa atmósfera etérea que había creado para ti. No te amé, pero ¡cuánto te hubiera amado!

miércoles, 12 de marzo de 2008

Aves

Dulce manar de las cuerdas
que osan irrumpir en el silencio
que impera en las dimensiones
de la sabiduría y la grandilocuencia,
como fugaces gorriones
de retorno al nido nuevo.

Son voces de ninfas aferradas
al bosque azul de los míticos sueños
que brindan la ilusión,
el deseo, la calma
tras el susurro inesperado
de las sempiternas maravillas que el hombre ha creado...

Carne

¿De pronto sientes algo
y no lo dices?
Perpleja tu boca fluye
sobre las montañas que al sol escoltan.
No hay más remedio para ese ardor
que manar. Manar.

Juntos saltamos los Tártaros...
¡apuramos en ocultarnos bajo Atlas!,

pero no hubo manera de burlar
a los jinetes de los mantos negros.

De sus voces estruendosas, un chillido;

cual martillo sobre el hierro, nuestros yunques destrozó.
Siete espadas, siete filos;
nuestra carne en putrefacción---


Resplandecimiento abstracto


Hoy he sufrido y estoy feliz.

Porque tras esta paradoja
se extinguió el velo de mi cuestión vallejiana.
¡No soy carne ni sólo huesos!

Las aves se alejan de mí.

Hoy he sufrido y voy feliz.

Porque tras este barro hecho vida...

¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte?

...ha surgido un triste y diminuto fulgor,
dios existencialista de mis pobres almas.
¿Quién comprende lo oculto
mientras permanece bajo la sombra secreta de Atlas?

Hoy he sufrido.

Sé que vivo muerto.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Presagio

La clase de Economía había finalizado; ahora esperaba contento la clase de Filosofía. Eran las nueve de la mañana. Estaba contento porque ese día se hablaría de un tema que, de una u otra forma, causaría revuelo en los ochenta alumnos que estábamos allí, soportando el dolor que suponía estar sentados en esas bancas de madera. Ese día se hablaría del Marxismo.

La clase de Filosofía duraba una hora; el profesor llevaba diez minutos de retraso. A los doce minutos aproximadamente, llegó e ingresó al aula. Vestía su clásica chompa color café, pantalones marrones y zapatos de un color muy oscuro, parecido al negro; su corte de cabello era preciso para el semblante un tanto hosco que llevaba en esos momentos. Sacó de su bolsillo una destrozada caja de tizas y empezó a escribir en el pizarrón.

Yo no era marxista; tampoco lo soy ahora. Sin embargo, simpatizaba con una u otra idea debido, quizá, a mi anterior apego falsificado hacia el anarquismo, pues de anarqusimo no conocí nada (aunque mi adolescencia ilusa haya creído que sí) sino hasta un tiempo después; pero no era eso lo fundamental para mi curiosidad naciente. De ese modo, no era por una cuestión de mis ideas por lo que desde hace tanto esperaba esa clase. Mi interés nació porque la tendencia ideológica de -si no todos- la mayoría de docentes de la institución en la que estudiaba, se inclinaba a las ideas de Marx, Lenin, Mao, incluso a las de Guzmán en algunos casos. Sabía de antemano que este profesor de Filosofía no haría una clase vulgar acerca de las ideas marxistas, es decir, haciendo una descripción general del cuerpo ideológico para, luego de esta explicación, pasar a defender el por qué no se debe simpatizar con Marx (ni con sus derivados) y, a continuación, narrar las "terribles" consecuencias que sus postulados causaron. No, él no hablaría de esa forma. De eso estaba seguro.

- A ver, alumnos. Escuchen.

El bullicio dominante en el salón fue apaciguándose desde adelante hacia atrás. Uno a uno fueron callando las barbaridades que se gritaban desde una carpeta hacia otra. Se callaban, sí; pero no preveían lo que, instantes después, habrían de escuchar.

En primer lugar, el profesor aclaró que dicha doctrina poseía un carácter de clase y transformador, es decir, era clasista; por ello, buscaba eliminar cualquier otra clase social que no sea la clase obrera, el proletariado. Luego pasó a esbozar las fuentes y partes del marxismo: el materialsmo dialéctico era producto de la dialéctica de Hegel y el materialismo de Feuerbach; la economía marxista provenía de la economía política inglesa, específicamente, de los postulados de Adam Smith ("trabajo como fuente de riqueza"); el socialismo científico era una realización del socialismo utópico de Saint Simon, quien promulgaba una "nueva sociedad moral". El enfoque científico de la historia, la tesis de la plusvalía como consecuencia de la enajenación y la alienación, la tesis de la lucha de clases, fueron relevantes para el explayamiento (otro invento mío) de las ideas del profesor. Resalto ahora lo más crucial de su discurso.


<< Ahora se habla de partidos de izquierda, socialistas; pero no son más que pura basura. Esos partidos son un engaño, de socialismo no tienen nada. ¿Acaso creen que un verdadero socialista, un marxista va a conseguir su triunfo participando en esta política capitalista y elitista; creen que los apristas son socialistas de verdad tan sólo porque ellos lo dicen? No, señores. Así no funcionan las cosas para el marxismo. La única forma de triunfar es por la fuerza, eliminado toda la basura establecida, para establecer una sociedad nueva, donde, trabajando todos por igual, prosperaremos.

>> Se va derramar sangre, jóvenes. Eso sí. No ocurrirá hoy ni mañana, pero ya se acerca el día en que el marxismo triunfará en la sociedad: todos deben estar preparados. Y a todos ustedes, los que van a estudiar para ser empresarios, gerentes, aquellos que buscan carreras de lucro: prepárense... ¡ay de ustedes, el marxismo los buscará y eliminará como ratas! No van a escapar.

>> Pero es, pues, todo por un futuro mejor. A ver, díganme: ¿Quién mató a la vieja en Crimen y castigo?, ¿Jean Valjean o Rodión Raskólnikov? Pues Rodión Raskólnikov, ¿no es así? La clase baja, ¿no es cierto? Y es que es así, muchachos: el obrero va aniquilar a todos esos ricos porque no son más que gusanos, sanguijuelas, bichos, parásitos de esta sociedad.>>







El presente "artículo" (o como lo quieran llamar) está aún en elaboración; por lo tanto, el final lo publicaré en unos días, cuando dicho final logre gustarme (estos nuevos párrafos agregados no son del todo de mi agrado, pero creo que redactados de esta manera es suficiente). Espero que me agrade pronto, pues, hasta ahora, mi empresa es fallida.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Líneas

Hace una semana estuve paseando por las calles olvidadas de Lima céntrica y, mirando tienda tras tienda, llegué a un lugar que frecuentaba mucho cuando tenía 14 ó 15 años: el Boulevard de la cultura, en el jirón Quilca. En otra ocasión daré mi opinión sobre este viejo rincón catalogado como "contracultural".

Entré y empecé a recorrer cada puesto de libros, de música, de ropa, como andando sin fin alguno, hasta que me encontré con la Proveedora. Yo no me había percatado de su presencia: me pareció verla, pero no estuve seguro y seguí mi camino inerte. Pero ella sí me vio. Y no tuvo mejor idea que llamarme. Confundido, hice caso a su llamado y me adentré en su tienda de 1 por 1m. Obviamente me llamó con el fin de persuadirme y comprarle uno de los libros que vendía (por cierto, tiene muchos libros interesantes; rarezas incluídas), con la esperanza de que las cosas se repetirían como la vez en que le compré "La rebelión de las masas". Entonces husmeé en su mercancia y encontré "El extranjero"; le pregunté cuál era su costo y dejé el libro en su lugar cuando me respondió con una cifra que en ese momento no podía pagar.

- ¿Tiene algo de Dostoievski?

La Proveedora se alejó a otro lugar para buscar mi pedido, especificándole previamente que no quería obras como "Crimen y castigo" o "El jugador", sino las menos comunes, las que no podría encontrar en la feria de libros del jirón Amazonas. Durante su ausencia me adentré un poco más en su aposento (había veces en que la Proveedora se quedaba a dormir allí) y revisé los libros que no estaban en exposición abierta -aquellos que estaban, por decirlo de algún modo, en el almacén-. Había libros de Freud, Tolstoi, Cervantes, Borges... encontré a Dostoievski. Para sorpresa mía era una de sus obras menos divulgadas en las librerías ambulantes de la ciudad: "Apuntes del subsuelo".

- No, joven. No tengo.

Me apresuré, emocionado, a pagarle las 12 monedas correspondientes al libro que encontré, la Proveedora sumergió mi compra en una bolsa y me alejé, dándole mis mil gracias. En el camino de regreso a casa pensé que sería bueno abrirlo de una buena vez, pero, respetando la emoción del momento, decidí no abrirlo hasta llegar a la privacidad de mi habitación.

Al fin, luego de casi una hora de viaje, llegué a mi cubil y, con gran avidez, quité el plástico que cubría mi nuevo libro. ¡Qué cosas tan inesperadas pueden sucedernos cuando la emoción nos invade! Resulta que, debido a la emoción y al no querer abrir lo adquirido, no revisé, pues, los adentros del libro. ¡Qué desilusión me encadenó al notar que muchas frases de la obra estaban subrayadas! Peor aún: en la hoja de respeto se había estampado un sello con el nombre Alfonso Gómez, ingeniero. Quizá no me hubiera exaltado tanto si lo subrayado se hubiera realizado con lápiz, ¡pero no! Se había profanado el libro con tinta líquida de color negro.

Entonces, luego de narrar esta experiencia un tanto desagradable, expreso mi "queja". El subrayar textos, a mi parecer, es una técnica que puede ayudarnos con el estudio, recordarnos cosas que captaron nuestro interés; pero esta práctica se debe hacer siempre y cuando lo subrayado lo conservemos para siempre. No es justo que, luego de algún tiempo, ofrezcamos a la venta aquello que ya hemos subrayado; incluso me permito decir que ello es una falta de respeto para con el lector que, en un futuro, se encontrará con estas líneas. Hay otras formas de capturar esas frases, como, por ejemplo, apuntarlas en un papel aparte como Harry Haller, según nos cuenta Hesse en "El lobo estepario".

Felizmente, "Apuntes del subsuelo" es una obra interesantísima y, a pesar de las desagradables rayas extra que contiene, puedo disfrutar una y otra vez de su lectura. Entonces, la moraleja es: "Si subrayas tu libro, ¡no lo vendas!". Ojalá pueda hablar uno de estos días sobre mis impresiones al respecto de esta magnífica (hasta ahora) obra.

miércoles, 30 de enero de 2008

Un nombre a la nada.

No tenía intención de escribir sobre el porqué de "tragedia miscelánica" para designar la dirección de este rinconcito web. No, no había motivo para hacerlo. Hasta que un día, frente a un estante lleno de whiskies cuyos precios no puedo costear, una amiga preguntó sobre esta cuestión que trataré de explicar. Hubiera preferido, sin embargo, no tratar de revelar el significado de la susodicha frase. Me gusta la idea de no tener una explicación concreta para estas palabras; dejarlas sin interpretación fija, sin aire ni luz. De todas formas, hago, pues, un freno a mi instinto "inexplicador" (otra vez las invenciones) y atiendo a la duda.

De esta manera, no me queda más que agradecer a esta amiga por su pregunta, porque -viendo el lado bueno de las cosas- ha impulsado un nuevo accionar de mis dedos y la tinta, pues, como dije en Introducción a la tragedia miscelánica (que, por cierto, me parece ya una lectura abominable y barata), no tengo muchas ideas para plasmar en estos escritos. Sí. Dije tinta, porque antes de escribir en una computadora prefiero gastar un poco de papel. En fin, dejo los rodeos y paso a la cuestión.

Empiezo por lo de miscelánea, que es lo más obvio y menos complejo. Le recuerdo que hablaré de miscelánea en general y no de "miscelánica", ya que esta última es otra de mis espontáneas invenciones. Apelo a la miscelánea porque la idea de este espacio es tratar temas diversos y no encasillarse en algo particular, como podría ser la música, la literatura, etcétera. Miscelánea era una pequeña sección de mi libro de educación primaria que se incluía dentro de la tantas veces aburrida tarea asignada para estropear el infantil fin de semana; dicha miscelánea se constituía, principalmente, de adivinanzas, trabalenguas, chistes, curiosidades y cosas que nos distraen de la clase de la maestra. En ese libro vi por vez primera esta palabra que engloba todo lo que uno pueda imaginar. Es un término muy interesante y ventajoso ya que uno, cobijado en él, puede explayarse en tantas cosas que, a simple vista, no tienen un punto en común o un nexo que los afilie.

Un personaje a quien admiro mucho desde cierta distancia, Marco Aurelio Denegri, trata continuamente en sus programas (injustamente cortos de tiempo) estos espacios de miscelánea y los aborda de una manera excepcional. El señor es, como muchos saben (los que no lo saben, sépanlo), una persona muy culta, seria, de vasto conocimiento en una gran diversidad de temas. Siempre comentando, criticando, analizando, sustentando sobre los temas que toca, Denegri sería así uno de los maestros de la magia de la miscelánea. Por favor, que al lector no se le ocurra pensar que, de alguna forma, me quiero comparar con la talla del intelectual mencionado; pensar en ello es una falta contra las buenas maneras y, más aún, contra la cultura... o contra la contracultura. Una total canallada.

Entonces, para finalizar esta parte, miscelánea atiende a una suerte de tributo tanto a la ventaja que me da el término, al personaje y a mi fugaz infancia escolar. Pero, ¿por qué tragedia?

La significación de tragedia es la de un suceso capaz de suscitar emociones trágicas (RAE). Excluyo su significado como género literario, aunque, de manera lejana, se relacione con lo que acabo de mencionar. Haciendo caso de la tragedia como promovedora de hechos trágicos, hagamos una metáfora o, mejor dicho, la interpretación de esta metáfora. El leer los artículos que iré publicando (aunque publicar se me hace una palabra de más peso significativo) podrían ocasionar una acción en el lector no tanto trágica, sino una acción de repulsa, repugnancia, rechazo. Así veo las cosas, aunque parezca una visión existencialista de segunda. La tragedia, entonces, o la significación que le doy a tragedia, se manifestaría tanto en el lector como en quien escribe. En el lector, al notar que lo que lee es un poco más de basura quedando defraudado; en quien escribe, al notar que lo que escribe es más basura de lo que esperaba. Pero trato de ser positivo e inocentemente pienso que lo que voy escribiendo podría gustarle siquiera a una persona, a un solo habitante de este hipnotizante mundo virtual.

Juntando ambas palabras, traducimos "tragedia miscelánica" como una serie de escritos (artículos o como los quiera llamar) sobre diferentes temas que podrían ocasionar, en quien los lee, repulsa, decepción, incluso asco.

Esa es mi explicación. Como dije al principio, que no sea esta una interpretación fija ni única para la frase que he tratado de explicar. Quizá la explicación de "tragedia miscelánica" no sea más que una simple excusa para escribir algo; quizá haya sido una manera de escapar de los cuestionamientos de Patricia al no tener a mi alcance una respuesta inmediata. Quizá "tragedia miscelánica" haya sido una simple ocurrencia dada en un momento específico, ocurrencias que tenemos todos, ocurrencias que engloban nuestra visión respecto a la vida o a lo que acontece en la rutina diaria.