domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós

Últimamente dejé de preocuparme demasiado por la relevancia de la existencia; tal vez a causa de Sartre estuve dejando un poco de lado mi teoría de los entes que pululan por ahí haciéndonos creer que vemos, olemos, oímos, es decir, haciéndonos creer que existimos. Al final, y esto es lo que me agrada pensar -aunque no necesariamente sea verdad, en lo absoluto-, todas las concepciones, llámense religiosas, filosóficas o científicas, me parecen más una serie de juegos en los que libremente podemos participar; juegos que asumimos a veces de manera muy seria, hasta fanática, y que en muchos casos terminan con la muerte o con el cambio de juego. Mientras unos llevamos en los hombros un año más de pesares, alegrías y humanidades por el estilo, otros terminan su juego de la manera menos ideal. Y muchos de éstos ni siquiera supieron que participaban en tal azar. O tal vez ni siquiera fueron incluidos en juego alguno.

Pero esto lo dice -o lo escribe, siguiendo las formalidades- un ser (en el sentido más superfluo de la palabra) que piensa, o que piensa que piensa, y es a través de esta facultad que se urde una gama de pensamientos estúpidos, relevantes, interesantes, enfermizos. ¿Y el animal no pensante? A este ser me ref
ería al mencionar a aquellos marginados de los juegos en los que los animales que razonamos participamos de forma natural. Ellos no están en la posición de pensar algorítmicamente sobre las problemáticas que al hombre siempre han inquietado. ¡Qué pueden opinar ellos sobre la existencia o la dualidad vida-muerte! Simplemente cumplen con su etapa biológica y no les importa si tras esto se van con quien los creó o si recibirán un castigo infinito. Sin embargo, si ellos mismos no tienen lástima por sí mismos, somos muchos de nosotros, seres de razón, quienes sufrimos por sus decesos.

Has muerto, pues, y no pude verte por vez última. Con vez última me refiero a que no tuve la oportunidad de mirarte con la intención de las despedidas; sólo te fuiste, acaso ya no podías esperar más. Pero yo soy más culpable. Pensando que todo estaría bien, al llegar a casa, no fui inmediatamente a verte, sino que asistí a la ordenación de mis libros. Escuché los cotidianos gritos de tu familia, pero no me pareció algo fuera de lo común. Pero al verte ya no eras más. Ya no eras más esa pequeña ave a la que traje en mis manos; ya no eras más ese perico pequeño que se hacía querer tanto, ni el padre de quince aves revoltosas. Te habías ido finalmente, tras unos días de agonía que yo no pude comprender del todo, esperanzándome en que todo saldría bien, en que volverías a cantar para que los demás te escuchasen con respeto, mostrándoles tu merecida posición privilegiada entre los veintitrés. Sólo me dejaste un pequeño cuerpo amontonado en una esquina; un cuerpo que era picoteado por una de tus hijas, no sé si por hambre o porque también tenía fe en que sólo estabas tomando un descanso.

Pensé que a mi madre le afectaría más que a mí tu partida. Al avisarle yo, confundido y sin entender aún el significado de lo que vi, se levantó del sillón y objetó mi exaltación. Me quedé en el cuarto contiguo y ella entró a sacarte de las barras. Colocó tu cuerpo en una bolsa y se negó cuando le di cuenta de mi deseo de observarlo. No pude verte otra vez, ni siquiera muerto. Salí enojado. No pude ni quise ver lo que mamá haría con tus restos. Pero lo imagino y se forma ese maldito nudo en la garganta.

Hubo una vez en que quise que me hablaras. Pero luego supe que era mejor comunicarnos mediante esas miradas de extrañeza que me lanzabas. Espero que te hayas ido sabiendo la gran estima que por ti sentí, y que ahora no es lo mismo entrar y ver a los veintitrés -ahora veintidós- revoloteando y gritando en la morada. Si ni tú ni el resto sintieron verdadera lástima por tu muerte, sabes ahora de uno que añora volver a esos días en los que jugabas con mis cabellos. Sabes ya de uno que llora tu adiós anónimo.