jueves, 24 de julio de 2008

En la niebla

Yo creo que esta es una lucha interesante; metafóricamente interesante. Ya he dispuesto esa maderita rectangular y curva en uno de sus extremos, que sirve como sostén de uno de los contrincantes; la he colocado en la mesa sobre la cual, además, descansan la lámpara, la radio y algunos adornos insignificantes. Es hora de que se presente el primer luchador. Extraigo del paralelepípedo una envoltura ploma que guarda en su interior a nuestro gladiador. La rompo y, con un ponderado accionar de mis dedos, muestro al palillo de incienso lo que será su arena de combate. Se muestra rígido, dudoso del desarrollo de su lucha. Lo coloco en la madera y ya está listo, esperando la intervención del fuego. Para malestar de los espectadores aquí presentes, extraigo del bolsillo de mi casaca una cajetilla que lleva estampada en su centro un círculo rojo (rodeado de secundarios círculos de color blanco, plateado y negro), con una inscripción en lengua inglesa. Abro su cabeza y presento al segundo peleador, un cigarrillo totalmente blanco: es éste el villano del episodio, el odiado; todos esperan ansiosamente su derrota. Se muestra tranquilo, esperando mi indicación para el comienzo de la batalla. Ante los luchadores debo ser imperceptible; por ello, me recuesto sobre la cama y tomo esa novela que se supuso ininteligible, para leerla como si ignorara la posibilidad de una lucha. Entonces, listos todos, me recuesto, tomo el libro y enciendo al favorito de la audiencia; tras un pequeño incendio en su cabeza, el fuego desaparece y el incienso empieza la lucha emanando su fragancia. Enciendo el cigarrillo, que ya se muestra entusiasta por responder al ataque del rival, mientras el gentío hace notar su antipatía para con el luchador blanco. Y para conmigo, pues me repudian por ser quien lo alienta en la batalla, acaso por ser el único que lo apoya. Posado entre mis dedos, el cigarrillo ataca con su fragancia de tabacos varios. Ambos luchan; yo me hago el desinteresado, mis ojos recorren las líneas de una novela incomprendida; la lámpara persiste en iluminar la contienda; y la radio, mirando hacia la oscuridad de la triste ventana, canta las notas de una melancólica canción celta. El encuentro es intenso. Por momentos vuelvo mis ojos hacia el espectáculo y veo al humo azulino del palillo de incienso entremezclarse con el humo blanquecino del rival. La luz amarilla da a la contienda un tono épico, de una batalla decisiva. Las cenizas del cigarrillo se acercan cada vez más a mis dedos; las del incienso, no cubren aún la mitad de su cuerpo. La muchedumbre se emociona, pues ante estas condiciones piensan que la lucha la tiene ganada su héroe. Las fragancias, principales armas de la lid, han envuelto ya toda la arena de batalla y ninguno puede escapar de sus efectos. El incienso se cree ya vencedor, pero no se ha dado cuenta de que su rival tiene, además, la ayuda de mis pulmones; es decir, no sólo es el humo del cigarrillo, sino también el que expulsan mis órganos (que ayudan así al villano) los que lo atacan; desventaja que perjudica al héroe. Pero, a pesar de todo, mi luchador ya no puede más. Ha gastado su vida en esta contienda que supo absurda, para nada. Con una última ayuda mía, deja que el fuego llegue a su cabeza y entonces ya se ha dejado vencer, consumido en su totalidad. La algarabía no se hace esperar y los espectadores lanzan hurras y vivas por doquier. El palillo de incienso, orgulloso de su victoria, presupone que todo ha acabado, que puede descansar. ¡Qué iluso! No se ha dado cuenta de que esta batalla significaba su fin; de que, ganara o perdiera, estaba condenado. Entra en pánico al saber esto. Parece buscar alguna ayuda, acaso la mía. No la encuentra. Ni siquiera su público parece interesado en su salvación; al contrario, noto que los espectadores se encuentran en un éxtasis perverso, deseosos de presenciar una muerte más, sin importarles si el muerto será su alguna vez protegido gladiador. Hay más luz, más cantos bárbaros. Dejando las súplicas, el incienso, resignado, da cuenta de que solamente ha sido utilizado para el deleite voraz de un público despiadado; de que no ha participado de una lucha importante. No. Ha sido protagonista de una carnicería. Lanza un último grito, un reproche que nadie atiende. A pesar de la muerte de su héroe, los espectadores se felicitan por la victoria de éste; mejor la suya a la victoria del infame guerrero blanco. Pero algo anda mal. La lucha ha terminado; no obstante, las fragancias persisten. Y para nuevo malestar del público aquí presente, el vaho del tabaco va ganando terreno a la fragancia de benjuí. Este ha muerto ya. Aquél reina sobre todo el espacio de una contienda finalizada. Envuelve al público que clama piedad. Pero para él no existe la misericordia. Sólo me ha perdonado a mí, siervo del cuerpo que alguna vez habitó. La muerte del mártir no ha sido en vano.

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