miércoles, 8 de abril de 2009

Cobain

Hace quince años un electricista, quien jamás pensó ser parte casi fundamental de la tragedia, encontró el cadáver de Kurt Cobain; su cuerpo yacía inerte desde tres días antes. Según cuentan las investigaciones "oficiales" (y las comillas las coloco para aquellos que no están conformes con tal versión), el joven se habría disparado en la cara con una escopeta tras una fuerte dosis de heroína; cómo pudo alguien dispararse en la cabeza con tanta precisión bajo los efectos de una droga tan potente es difícil de explicar -pero sólo esto sabemos acerca de su prematuro suicidio.

Camus escribió que el único problema filosófico realmente serio y que valía la pena de ser reflexionado era el del suicidio. Cobain había reflexionado demasiado en tan corto tiempo, y su conclusión fue fatal. Apresurada o no, la decisión de partir no constituyó sino su única vía de escape. Escapar o no del mundo que abruma de manera fatídica y hasta con malicia: ese, al parecer, fue el gran dilema de sus últimos días.

Supongo que para muchos este día es causa de recordar canciones furiosas, gritos increíbles en conjunción con armoniosas voces lacónicas; todo confluye, siquiera de manera efímera, en la aflicción por la partida de un ser que sólo buscaba tranquilidad consigo mismo, restabilización, Nirvana.

Mas, ¿qué manera de recordarlo es aquella que hace de su memoria un nuevo objeto de mercancía? Y es que usar su firma y fragmentos de sus diarios para estamparlos en un par de zapatillas, me parece simplemente una vileza. Aún muerto, la industria lo sigue despedazando para repartir sus pedazos a las masas egoístas y desconsideradas. Al parecer, su decisión no tuvo el resultado deseado: Cobain se fue para que lo dejasen en paz, pero es seguro que aún sigue revolcándose en la tumba; diríase a sí mismo que ha muerto en vano.

Dejémosle, pues, disfrutar de su retiro y, en vez de tomarlo como objeto de obsesión bajo la excusa de su apoteosis, escuchémoslo. Que eso es lo que Kurt Cobain quería: ser escuchado.












miércoles, 1 de abril de 2009

Morbo



Han abierto una feria de libros en la universidad. No pensé asistir sino hasta el día Viernes; mas la deficiencia de nuestro transporte público me obligó a quedarme en la universidad un par de horas más. Decidí, por tanto, ir a la feria.

Hay tantos libros que uno no sabe cuál escoger; no me es fácil decidirme por uno en especial, pero hago el intento. Llegué al puesto de la librería "La familia". Vi un primer libro que me llamó la atención, aunque continué paseándome entre el resto. Bajo un rótulo que rezaba "Literatura", vi libros de Milan Kundera, Bioy Casares, Woody Allen (!)... hasta que vi a Kafka.

No era el Kafka narrador, era el Kafka que más me intimida; era Kafka a través de sus diarios. Abrí el libro; la primera hoja decía algo así como "edición a cargo de Max Brod". Max Brod, el que hizo de Kafka un San Garta; aunque no le tengo rencor -pues por él se conservaron varios escritos de su amigo-, ya no veo su nombre sin inquietarme siquiera un poco. Vi el reverso del libro; decía: "...no destinados a la publicación...". Entonces, ¿con qué derecho revisamos sus "más íntimos secretos"? Definitivamente, es el morbo de querer saber todo acerca de la vida de este escritor tan manoseado por quienes se dedican a estudiarlo. Algo incómodo ya, dejé el libro en su lugar y sólo me llevé el primer libro que anteriormente había encontrado.

Pagué, agradecí, me fui. Sentado en una banca, revisé el libro que había comprado. "La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka", me gritaba el título de uno de sus capítulos. Absurdo. Yo, que había leído ya algunos fragmentos de los diarios de Kafka para un curso de Narrativa, sabía que esos escritos -por ser de esa índole- poseían formas caóticas; todo desorden, ideas por aquí, ideas por allá; algunos escritos un poco muertos, sin sentido, absurdos.

Y el morbo se apoderó de mí.

Regresé a la tienda. Rápidamente me dirigí hacia el lugar donde había visto
ese libro. ¡Tal vez ya se lo habrían llevado! ¡Tal vez alguien se dio cuenta de lo mismo y tampoco pudo resistirse! ¡Ya no estaba! No, sólo lo habían cambiado de lugar. Tal vez siempre estuvo ahí, la confusión habría sido mía. Lo volví a sacar. Me lo llevé.

Leo las primeras frases y me siento culpable. Culpable porque, en primer lugar, nada me diferencia ya de las jovencitas que lo quieren saber todo con detalle acerca de sus efímeros ídolos; por otro lado, porque me doy cuenta de que esta lectura es necesaria, a pesar de lo que Kafka haya previsto para sus diarios y otros escritos -el fuego. Pero también me doy cuenta de algo más alentador: que no estoy interesado en saber al detalle sus pensamientos más personales, sino que he encontrado un refugio. El escritor que no podía escribir (¡quién sabe por qué no!) ha encontrado en mí un par; yo he encontrado un confortable cubil.

El primer libro que tomé fue "El mito de Sísifo", de Albert Camus.