domingo, 30 de noviembre de 2008

Cervantes, incinerado

Recuerdo que hace algún tiempo, en la televisión nacional se transmitía un programa en el que se comentaban algunas de las grandes obras de la Literatura universal. "Vano Oficio", conducido por el escritor Iván Thays, ha sido cancelado ya; sin embargo, aún recuerdo un segmento suyo bastante singular. Antes de pasar al bloque de los comerciales, se mostraba una entrevista, bastante breve, hecha a algún personaje de la actualidad peruana; una de las preguntas (la cual es el motivo de este escrito) era la siguiente: "¿Qué libro quemaría usted de tener tal oportunidad?" Las respuestas más frecuentes eran: los libros de Coelho, los de Carlos Cuauhtémoc y los de autoayuda en general; escuché también que deberían ser quemados todos los libros de Freud. Algunos, no sé si honestamente, decían que quemar un libro era un acto de intolerancia y que no debería quemarse ninguno, aunque sea el peor jamás escrito, etc.

Hace unos días volví a recordar esta pregunta tan feliz y me dije a mí mismo: ¿Qué libros quemaría de tener la oportunidad? En un primer instante se me ocurrieron las respuestas acostumbradas, señaladas líneas arriba; pero luego, se me presentó lo siguiente: ¿Por qué no quemar al Quijote? Fui víctima de un gran entusiasmo.

No es que odie al Quijote; no, en lo absoluto. Sólo pensé en qué ocurriría si no existiera el Quijote. No me refiero a una incineración cualquiera del Quijote, sino a que el Quijote desapareciera totalmente de la historia. Para esta absurda empresa habría hecho yo lo siguiente. De alguna forma, acaso usando los múltiples universos de Everett o transportándome en la máquina del tiempo según Tipler, viajaría hacia el año 1605, llegaría a Madrid y destruiría la casa de Juan de la Cuesta para evitar la impresión de los volúmenes de la novela en cuestión. O (tal vez) mejor aún: llegaría a esa cárcel en Sevilla, si mal no recuerdo, donde estuvo encerrado Cervantes por algún tiempo, cárcel en la que habría de concebir su novela - y manipularía el contexto, su vida, de forma tal que no hubiera podido imaginársele escribir jamás acerca de un fanático de las novelas de caballería. Una empresa absurda, como dije; pero tan sólo preguntémonos, ¿qué pasaría si no hubiera Quijote?

Si me refiero a esta novela de Cervantes, es porque no estoy hablando de una obra cualquiera, sino de una que alteró la Literatura (no sólo la literatura española, sino la Literatura) de manera tal que se habla de esta novela como el símbolo e inicio de la época moderna; incluso algunos se atreven a decir que "El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha" es la obra más importante de toda la historia literaria. Y es por estos motivos que mi pregunta florece. ¿Sería la Literatura igual a como la conocemos ahora? ¿Sería mejor? ¿Peor? Todo el mundo literario se ha enriquecido del Quijote, desde Latinoamérica hasta Rusia... creo que ningún escritor ha podido salvarse de esta obra; la han aceptado o la han rechazado, pero no ha podido obviarse nunca. No sé que responder a estas preguntas que me he formulado; si el Quijote no existiera, simplemente no nos habríamos dado cuenta de esta obra, jamás. Ni siquiera imaginaríamos que una novela de tal calibre habría podido existir. Pero así como no podríamos imaginar el Quijote en caso de que no existiese, tal vez para nosotros, habitantes de este mundo, de esta realidad, no nos es accesible pensar en una obra más grande aún que la de Cervantes; no nos es posible concebirla, no tenemos ni idea de si existe (siguiendo un poco la teoría de Everett) en algún otro
lugar. Tal vez allí, donde nunca estuvo Alonso Quijano (tal vez, ni Cervantes), no existiría Literatura; tal vez allí, no existirían Dostoievski, Turguenev, Kafka, Kundera, Cortázar, Vargas Llosa (!); tal vez allí, en ese mundo al que jamás podremos acceder, sí existió Pierre Menard.










jueves, 20 de noviembre de 2008

Demonbearer, de Glauconar Yue

El texto que reproduzco a continuación es un cuento titulado "Demonbearer", del (relativamente) novel escritor Glauconar Yue, quien, a su vez, ha publicado ya una nouvelle llamada "El empalador" (Bizarro ediciones). El interés por los escritos de este autor puede saciarse visitando su blog, cuyo enlace se encuentra en esta página (parte inferior derecha). El texto ha sido tomado del blog "Amores bizarros", de Max Palacios; me tomé el atrevimiento de corregir algunos errores de redacción; en todo caso, pueden ver el texto original en el blog citado.


El tío de Lucía había venido de Estados Unidos a visitarlos y los padres decidieron que era propicio invitarlo a cenar. Así que fueron todos en familia, los dos padres, el tío y Lucía, a uno de los restaurantes más conocidos. Ella llevaba una blusa blanca, una faldita corta y una vincha roja reteniendo su pelo negro lacio, el cual cubría solo parte de su cuello. Encontraron un lugar en la terraza, frente a la gran fuente con luces de colores. Había muchísima gente hablando y en el fondo sonaba una música ligera. El tío contaba sobre Manhattan y cómo eran las cosas ahí y, en cierto modo, todos ya lo sabían porque salía en todas las películas. Hacía un leve viento de primavera, fresco pero no frío, que cargaba el perfume de las señoras y el humo de los fumadores. Pronto vino el mozo vestido impecablemente y preguntó qué querían. Cuando le preguntaron a Lucía, ella no supo bien qué decir, murmuró algo sin dejar de clavar sus ojos en el mantel. Así que el padre pidió algo por ella, milanesa de pollo, eso siempre le gustaba. Poco después de haberse ido el mozo, Lucía se levantó y dijo que tenía que ir al baño. El tío se quedó mirándola mientras se iba y comentó que era una niña muy linda pero algo extraña. El padre lo tranquilizó [diciéndole] que eso siempre sucedía con los adolescentes, a ella le daba de vez en cuando, pero pronto se le pasaba.

Mientras, Lucía en el baño se miraba al espejo y sentía el sudor frío correr por su frente. El colegio se había puesto pesado y además estaba el chico de al lado, del que no sabía lo que quería en verdad, y ahora venía su tío y ella tenía que quedar bien, tantas cosas, eran todas importantes. Pero justo entonces le tenía que suceder eso, justo en ese momento. La vez pasada nadie se había dado cuenta, por suerte, nadie lo había visto, ella luego había también llegado a creer que había sido un sueño, pero entonces estaba ahí de nuevo: el sudor frío, las náuseas y ese algo moviéndose dentro de ella sin parar. Se echó agua fría a la cara pero se sintió aún más mareada y tuvo que sentarse en el escusado porque perdía el equilibrio. Después se apoyó en la pared, abrió la tapa del water y escupió dentro. De pronto se sintió ridícula, se olvidó de todo y se puso de pie de nuevo. Las cosas tenían un extraño silbido, ya no tenía jaqueca sino un completo vacío en la cabeza que no le dejaba pensar en nada, las luces se veían mucho más claras y distantes, todo como en video. Salió caminando de ahí, sintiéndose quizá algo mejor, pasó por entre la gente que conversaba banalidades y frente a los mozos y se paró al medio de la plaza, frente a la fuente iluminada. Y dejó que suceda. Su pecho estalló, arrojando una cosa que se abalanzó contra la gente, gruñendo, mientras Lucía lo observaba sin moverse, completamente ilesa.


Considero que lo más memorable de esta breve narración es su final, tan inesperado como impactante. No ha sido necesaria la descripción explícita de la escena última; uno puede imaginar claramente a ese ser (algo) inocente, destrozado, observando cómo su cría (?) aniquila a todos los individuos posados en la plaza que, increíblemente, se ha convertido en el escenario de una carnicería. En mí se formó la mirada de la niña agonizante, una mirada que denota un por fin alcanzado alivio; y una sonrisa sombría que por breves instantes (suponiendo que la niña muere tras el alumbramiento) goza de la desesperación de las personas que, acaso, claman por última vez la clemencia de Dios.




martes, 4 de noviembre de 2008

III

La situación obligaba a que uno se sentara al lado del otro. Un asiento desastrozo, pero libre, fue causa de la proximidad en que se encontraban los cuerpos. Interrumpió su lectura y alzó la mirada débil; contempló la joven figura que se acercaba a su lado derecho. La mirada intrusa lo perturbó, haciéndole volver los ojos a los desastres que llamaban palabras. Ya establecidos, sintió cómo la joven acomodaba su falda de tal manera que se cubrieran sus piernas delicadas; las miradas de las bestias circundantes la hacían sentir amenazada y divina. Un sobresalto del móvil hizo que el hombre se perdiera entre las letras de los documentos; no importaba, de todos modos ya no era su intención la de seguir leyendo.

Por un momento pensó en el Destino del que siempre había dudado. Y es que no se le ocurrió jamás un momento como este, el de ahora. Bien. Ya no importaba la causa primera de esta experiencia. Había ya que disfrutar el momento.

En principio, no haría nada. Sólo dejaría que los vaivenes del móvil permitieran la colisión de ambos. Pero empezó a divagar. La juventud que ahora estaba perdida, regresaba repentinamente mediante la figura fulminante de esta anónima jovencita. Su falso pudor no le permitió dar libremente una vuelta más a su cabeza, por ello sólo tornó los ojos al máximo hasta fijarlos imperfectamente en las mejillas de la muchacha. La mirada torpe pudo admirar los ojos de la niña distraída. Su juventud era una salida refrescante. Necesitaba una salida, aunque nunca supo de manera precisa qué era aquello de lo que quería escapar. Sólo habían puertas. Pero esta era la más grande.

Al fin. Un sobresalto hizo que el brazo de la joven rozara el suyo. Sí, sintió que ese diminuto cuerpo deseaba poseerlo de alguna manera extraña. Su anatomía gastada, ya casi moribunda, se sintió deseada, acaso por última vez. Creció su vigor, y sus pensamientos oscilantes entre lo turbio y lo romántico se enlazaban con la esperanza de lograr una pequeña aventura. Sí, tal vez aún no estaba todo perdido. Pero todos sus razonamientos se desmoronaron al escuchar un "discúlpeme" que salía de los labios de la joven. Era señal de desencantamiento. Sintió como si las sílabas tan bien pronunciadas por
esa muchacha denotaran asco ante su senil presencia, como si la presencia de ese viejo enfermizo provocara las ganas de la muchacha por salir de allí de inmediato, como si su condición de hombre hubiera sido desvalorada hasta límites insondables, como si... como si...

Tras ese viaje monstruoso, decidió y, más bien, comprendió que ya todo había sido dicho. Ya no necesitaba de ese trabajo agotador para satisfacer necesidades ajenas (¡el mundo sabría cuidarse solo!), ni de sus paseos absurdos para dar cuenta ante nadie -pero ante todos- de su aún persistente existencia. No, ya nada sería necesario. Sólo llegó a su casa, y pensó que ciertas cosas tenían que ser relatadas. No para ese resto que jamás se interesó por él, sino que tenía que rendir cuentas ante su propio tribunal acerca de su aventura infame. Subió a su viejo estudio, tomó una hoja y una pluma algo muerta. Escribió estas líneas que pretendió anónimas; líneas que, aunque sin valor alguno, sobrevivirían un poco más que su propio autor.



domingo, 2 de noviembre de 2008

Artificios

Tristeza. La nomenclatura de este sentimiento, tan violado e incomprendido por estos días, es el primer síntoma que acude a mi pensamiento cuando reflexiono un poco sobre este "problema" que en las líneas siguientes trataré de esbozar. Digo que trataré porque dudo poder exponer adecuadamente la materia de mis cavilaciones recientes.

Con el transcurrir de los días, siento que la desaparición de la Naturaleza se agudiza. No porque el mundo se esté acabando, sino porque es mi miopía la que también siento agudizarse. Desde hace unos años, casi sin darme cuenta, las cosas tienden a difuminarse ante mis ojos. La personas, los lugares, las estructuras: todo se vuelve confuso. Como dije, al principio no noté plenamente esta compleja situación; ahora, es algo que por momentos motiva algunas meditaciones desesperadas. Si no fuera por las debidas refutaciones formuladas para apaciguarlo, acaso confiaría en Descartes, a modo de consuelo. ¡Qué satisfacción la de obviar lo que perciben mis sentidos -mi vista- por ser estos engañosos y por no llevarme al conocimiento de la verdad! Con mayor razón me encomendaría en el pensamiento cartesiano tratándose de no confiar en lo que percibimos a lo lejos, pues con lo cercano aún no tengo muchos problemas. Aval para el conocimiento o no, el hecho es que ya no puedo percibir mi entorno como debiera hacerlo una persona cuya visión se encuentra en perfecto estado(*). Sí, existe un artefacto. Poseo uno. Pero, ¿podrá comprenderse cuán incómodo y patético es utilizarlo? Cierto, lo último habla sólo por mí; si el resto que usa anteojos toma esta situación -que detesto- de manera indiferente o normal, pues es su respetable opinión -la cual, no comparto. No puedo andar del todo tranquilo sabiendo que para observar los sucesos que se alzan frente a mí, tengo que utilizar dos pedazos de resina unidos; o que para dejar estos engaños tengo que someterme a una operación: es angustioso darse cuenta de que no podré observar plenamente mi entorno, de manera completamente natural. No soy ciego, es categórico; acaso ya se me está acusando de fatalista por hacer de una miopía, una tragedia edípica. Pero considero necesario, en cierto sentido, reflexionar así.

"No importa, no te pierdes mucho", diríame alguien. Poco o demasiado, esta realidad (es decir, la Naturaleza y los momentos actuales) es la que me ha tocado vivir, y es insoportable no poder disfrutarla o aborrecerla cabalmente, en todos sus aspectos.

Una vez pensé en elegir: la vista óptima o la ceguera. La miopía es un limbo entre ambos estados que me es incluso más trágico que la ceguera total. Si no puedo observar el mundo nítidamente, prefiero no verlo en absoluto. Pero, como optar por tal elección significaría recurrir a una solución radical y que, en cierto modo, podría llevarme a un dogmatismo infeliz, tengo que optar por resistir: resignarme a llevar un objeto sobre mi nariz cuando sea completamente necesario -porque me rehuso a usarlo permanentemente.

En estos momentos estoy recordando a un par de honorables ciegos, a Demócrito -según cuentan- y a Borges. Del primero, hay una leyenda que podría explicar el sentido de la elección anterior: se arrancó los ojos para no ser engañado por el mundo. Prefiero lo que cuenta Cicerón en sus "Disputaciones tusculanas", que, aunque ya no podía "distinguir el blanco del negro; podía aún, sin embargo, distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo honesto de lo torpe..." (1); que, a pesar de no distinguir ya el mundo, era feliz. Decía Demócrito, incluso, que "peregrinaba por todo el infinito, sin que ningún límite lo detuviera" (2). Por otro lado, dice Borges, en su conmovedor "Poema de los dones": "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche" (3). ¡Qué tortura la de tener a disposición toda una serie de libros, y no poder leerlos a causa de ese déficit!

No creo llegar a la ceguera total, al menos eso espero. Y si me quedo totalmente ciego (seamos, pues, un poco radicales), espero haber acumulado previamente el suficiente conocimiento del mundo como para poder elaborar imágenes infinitas en mis pensamientos (entonces) oscuros. Supongo que aún podría escribir: sólo necesitaría papel, lápiz y un pulso controlado. A menos que la ironía de Dios se extienda hasta el punto de derretir paulatinamente mis manos y, finalmente, mi cuerpo todo.





(*) Para no incurrir en el problema de la Perfección, sería mejor limitarme a decir "visión en condiciones óptimas"; sin embargo, dejo la frase original por suponer que el lector comprenderá a qué me refiero con ella.
(1) "Los filósofos presocráticos. Fragmentos III (Leucipo y Demócrito)". Traducción de María Isabel Santa Cruz de Prunes. Barcelona: RBA, 2003.
(2) Ibid.
(3) Jorge Luis Borges, "El hacedor". Madrid: Alianza editorial, 2004