miércoles, 21 de enero de 2009

Círculos

Algunos niños han llamado otra vez a mi puerta. Otra vez, no los dejé entrar. Yo no sé qué es lo que realmente desean, nunca dejan señal alguna; sólo se limitan, mientras están en el otro lado, a gritar sus ula-de-fu de una manera monstruosamente gutural. Ellos saben que no abriré esa puerta, y también que la he cerrado con cadenas por dentro. Yo no sé por qué insisten; saben muy bien que jamás los dejaré ingresar, y que yo no saldré nuevamente. Y es casi seguro que mañana ocurrirá lo mismo: los golpes a mi puerta, los ula-de-fu, mi desprecio, su huida. ¿Piensan acaso que cederé a su insistencia?

Lo que no puedo entender aún es cómo hacen para venir desde tan lejos; y, como si no les importara el esfuerzo, sólo vienen, molestan y se largan sin más. Aunque pudiera salir, no iría a su lugar; el trayecto es inmenso, tal que nunca podría llegar. Ellos sí pueden y quieren recorrer esa infinitud; por esto es que caen sobre mí: porque no tienen otro lugar al que ir. Pero ni aún así les abriré la puerta; jamás.






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